2 ene 2008

¿Quién teme al Hollywood feroz?

Consideraciones en torno a La brújula dorada

Como literatura, La brújula dorada (es decir, Luces del Norte) es un relato que, sencillamente, no soportará el paso del tiempo. No es una herejía, ni una nueva encarnación del mal, y tampoco un peligro para la fe de nadie. Se trata de un cuento maniqueo y simplón, con un fuerte tufillo a gnosticismo panteísta, en el que se observa que Philip Pullman no ha entendido demasiado bien la relación metafísica, amorosa, entre Dios y la Creación, la autonomía ontológica del cosmos, y mucho menos el pecado y la entraña misericordiosa de la Redención. Ni que decir tiene que su comprensión de la Iglesia es esperpéntica, tributaria más bien del resentido retrato decimonónico de la Inquisición que debemos a Llorente —historiador que había sido ministro de José Bonaparte—, que a la verdad teológica sobre la Esposa de Cristo.

Estas novelas y sus equivalentes adaptaciones cinematográficas han sido concebidas como producto de consumo, elaboradas cuidadosamente a la medida de los receptores del mensaje. Los ingredientes son los de casi siempre en el mundo del folclore y las mitologías antiguas, especialmente las orientales, pero banalizados: un mundo paralelo, una heroína prácticamente indefensa ante los todopoderosos malos-malísimos, un poderoso talismán que proteger, una misión que adopta la forma de un viaje iniciático, la salvación del mundo frente a las ansias de poder de los esclavos de sí mismos.

En la versión cinematográfica, más de lo mismo: una puesta en escena espectacular, los consabidos movimientos de cámara vertiginosos sobre decorados digitales, un reparto de lujo, violencia y sustos innecesarios anejos a los efectos de sonido; y poco más. Pura seducción y aturdimiento sensitivo. Lo justo para dejar boquiabiertos a unos espectadores cada vez más lerdos, cada vez menos exigentes, cuyo paladar estético está cada vez más estragado. Y así, la película, que es realmente entretenida, no oculta sus vergüenzas estéticas: es bastante plana en cuanto a la definición de los personajes —especialmente en el caso de Lord Asriel, uno de los caracteres más prometedores en el arranque de la historia—, de sus motivaciones e intereses, e incluye unas cuantas incoherencias de guión realmente de bulto. También el ritmo de la narración fluctúa entre desiguales altibajos y caídas de tensión, dando la sensación —habitual en las películas de Harry Potter— de que hay tanto que contar que “no da tiempo”, y se lleva al espectador con la lengua fuera de un sitio a otro. La propia protagonista, mucho antes que una posible “hereje”, es simplemente una histérica chillona, caprichosa y malcriada, egoísta a más no poder, que no duda en mentir con tal de conseguir sus propósitos; un ejemplo de maquiavelismo “del duro”, ingrato y tristemente actual.

Con todo, créanme: hay que ir al cine muy precavido contra esta película para ver en los diálogos, la puesta en escena o el planteamiento ese beligerante anti-catolicismo del que se nos quiere proteger. Véanla y juzguen ustedes mismos, por favor. Insistiré una vez más, aun a riesgo de parecer pesado, o incluso de serlo. La brújula dorada es cine de palomitas, un producto comercial, no artístico, destinado a llenar los cines aprovechando el tirón mediático de la Navidad, y esa tonta necesidad de “entretener” —qué estúpido concepto— a los niños durante las vacaciones a la que tan permeables nos hemos vuelto los cristianos, y a saciar los afanes de lucro del estudio que produce la película, engordando los bolsillos del señor Pullman en concepto de derechos de autor y las cuentas corrientes del equipo de producción. Nada más. No hay nada en el Magisterium que huela a amenaza o crítica contra la jerarquía de la Iglesia más que para quien ya se sentía amenazado. No hay peligro más allá de los ojos que ven sombras en todas partes, pues cada uno lleva consigo sus propios complejos y arrastra penosamente las sombras de su propia tristeza.

A modo de conclusión: eternidad del Mito y esperanza

Pienso que, como católicos, lo importante ante este tipo de fenómenos mediáticos es que tomemos conciencia de cuáles son nuestras carencias como espectadores, como lectores, como criaturas artísticas; es decir, como seres para la Belleza —lo cual no tiene nada que ver con ser “consumidores de arte”, que es lo que aspiran a engendrar las multinacionales del ocio—. Los mitos, las grandes historias, lo son porque su valor sapiencial es eterno. Engarzan nuestras vidas, en cuerpo y espíritu, con ese otro nombre de la eternidad que es la Verdad. Esa Verdad se refracta al ir de mente en mente, como un Blanco único que admite ser contado de muchas maneras.

Los grandes mitos nunca mueren porque son verdad, y la verdad es —hace mucho que se nos anunció esto— eterna. La Verdad en Persona nos lo desveló al revelarse a Sí misma conformando, precisamente, la Historia de la Salvación: el Cuento por antonomasia, el Mito con mayúscula. Y, puesto que sólo las obras de Arte que en verdad lo son están llamadas a perdurar, quizá sea ya la hora de dejar de “verlas venir”, aprovechando el tiempo para prepararnos estéticamente, para convertirnos de nuevo en degustadores de la excelencia artística. Es tarea que sólo depende de nosotros. Juan Pablo II y Benedicto XVI nos lo han dicho en repetidas ocasiones: la Belleza de Dios ha de ser eje central de la predicación del mensaje divino a las gentes en este nuevo milenio. Ése es el norte hacia el que cada uno debería dirigir su propia brújula dorada de cristiano. Y alejar, mientras tanto, todo temor.

12.28.2007
Páginas Digital
Eduardo Segura
Licenciado en Historia moderna
y doctor en Filología

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