28 nov 2008

Utupias y heterotopias

Michael Foucault


1. Los contra-espacios, lugares reales fuera de todo lugar

Hay pues países sin lugar alguno e historias sin cronología. Ciudades, planetas, continentes, universos cuya traza es imposible de ubicar en un mapa o de identificar en cielo alguno, simplemente porque no pertenecen a ningún espacio. No cabe duda de que esas ciudades, esos continentes, esos planetas fueron concebidos en la cabeza de los hombres, o a decir verdad en el intersticio de sus palabras, en la espesura de sus relatos, o bien en el lugar sin lugar de sus sueños, en el vacío de su corazón; me refiero, en suma, a la dulzura de las utopías.

No obstante, creo que hay –y esto vale para toda sociedad– utopías que tienen un lugar preciso y real, un lugar que podemos situar en un mapa, utopías que tienen un lugar determinado, un tiempo que podemos fijar y medir de acuerdo al calendario de todos los días. Es muy probable que todo grupo humano, cualquiera que éste sea, delimite en el espacio que ocupa, en el que vive realmente, en el que trabaja, lugares utópicos, y en el tiempo en el que se afana, momentos ucrónicos. He aquí lo que quiero decir: no vivimos en un espacio neutro y blanco; no vivimos, no morimos, no amamos dentro del rectángulo de una hoja de papel. Vivimos, morimos, amamos en un espacio cuadriculado, recortado, abigarrado, con zonas claras y zonas de sombra, diferencias de nivel, escalones, huecos, relieves, regiones duras y otras desmenuzables, penetrables, porosas; están las regiones de paso: las calles, los trenes, el metro; están las regiones abiertas de la parada provisoria: los cafés, los cines, las playas, los hoteles; y además están las regiones cerradas del reposo y del recogimiento.

Ahora bien, entre todos esos lugares que se distinguen los unos de los otros, los hay que son absolutamente diferentes; lugares que se oponen a todos los demás y que de alguna manera están destinados a borrarlos, compensarlos, neutralizarlos o purificarlos. Son, en cierto modo, contraespacios. Los niños conocen perfectamente dichos contra-espacios, esas utopías localizadas: por supuesto, una de ellas es el fondo del jardín; por supuesto, otra de ellas es el granero o, mejor aun, la tienda de apache erguida en medio del mismo; o bien, un jueves por la tarde, la cama de los padres. Pues bien, es sobre esa gran cama que uno descubre el océano, puesto que allí uno nada entre las cobijas; y además, esa gran cama es también el cielo, dado que es posible saltar sobre sus resortes; es el bosque, pues allí uno se esconde; es la noche, dado que uno se convierte en fantasma entre las sábanas; es, en fin, el placer, puesto que cuando nuestros padres regresen seremos castigados.

A decir verdad, esos contraespacios no sólo son una invención de los niños; y esto es porque, a mi juicio, los niños nunca inventan nada: son los hombres, por el contrario, quienes susurran a aquéllos sus secretos maravillosos, y enseguida esos mismos hombres, esos adultos se sorprenden cuando los niños se los gritan al oído. La sociedad adulta organizó ella misma, y mucho antes que los niños, sus propios contraespacios, sus utopías situadas, sus lugares reales fuera de todo lugar. Por ejemplo, están los jardines, los cementerios; están los asilos, los burdeles; están las prisiones, los pueblos del Club Med y muchos otros.


2. La heterotopología, nueva ciencia

Pues bien, yo sueño con una ciencia –y sí, digo una ciencia– cuyo objeto serían esos espacios diferentes, esos otros lugares, esas impugnaciones míticas y reales del espacio en el que vivimos. Esa ciencia no estudiaría las utopías –puesto que hay que reservar ese nombre a aquello que verdaderamente carece de todo lugar– sino las heterotopías, los espacios absolutamente otros. Y, necesariamente, la ciencia en cuestión se llamaría, se llamará, ya se llama, la heterotopología. Pues bien, hay que dar los primeros rudimentos de esta ciencia cuyo alumbramiento está aconteciendo.

Primer principio: probablemente no haya una sola sociedad que no se constituya su o sus heterotopías. Ésta es una constante en todo grupo humano. Pero, a decir verdad, esas heterotopías pueden adquirir, y de hecho siempre adquieren formas extraordinariamente variadas. Y tal vez no haya una sola heterotopía en toda la superficie del globo o en toda la historia del mundo, una sola forma de heterotopía que haya permanecido constante. Quizás podríamos clasificar las sociedades según las heterotopías que prefieren, según las heterotopías que constituyen. Por ejemplo: las sociedades dichas primitivas tienen lugares privilegiados o sagrados, o prohibidos –al igual que nosotros, de hecho–; pero esos lugares privilegiados o sagrados por lo general están reservados a individuos, si ustedes quieren, en “crisis biológica”. Hay recintos especiales para los adolescentes en el momento de la pubertad; los hay reservados a las mujeres en su periodo menstrual; hay otros para las mujeres que están en parto. En nuestra sociedad las heterotopías para los individuos en crisis biológica han prácticamente desaparecido. Noten que todavía en el siglo diecinueve había colegios para los muchachos, los cuales, al igual que el servicio militar, sin duda cumplían el mismo papel, pues era menester que las primeras manifestaciones de la virilidad se produjeran en otra parte. Y después de todo, en lo que concierne a las jóvenes, yo me pregunto si el viaje nupcial no era al mismo tiempo una suerte de heterotopía y de heterocronía, ya que no era posible que la desfloración de la joven se produjera en la misma casa en la que nació; dicha desfloración había de realizarse, de alguna manera, en ninguna parte.

Pero esas heterotopías biológicas, esas heterotopías si ustedes quieren de crisis, desaparecen paulatinamente para ser remplazadas por las heterotopías de desviación. Es decir que los lugares que la sociedad acondiciona en sus márgenes, en las áreas vacías que la rodean, esos lugares están más bien reservados a los individuos cuyo comportamiento representa una desviación en relación a la media o a la norma exigida. De ahí la existencia de las clínicas psiquiátricas; de ahí también, claro está, la existencia de las cárceles; a lo cual habría que añadir sin duda los asilos para ancianos, puesto que, después de todo, en una sociedad tan afanada como la nuestra, la ociosidad se asemeja a una desviación que, en este caso, resulta por lo demás una desviación biológica por estar asociada a la vejez –la cual es, por cierto, una desviación constante, al menos para todos aquellos que no tienen la discreción de morir de un infarto tres semanas después de su jubilación.

Segundo principio de la ciencia heterotopológica: pues bien, durante el curso de su historia, toda sociedad puede reabsorber y hacer desaparecer una heterotopía que había constituido anteriormente, o bien organizar alguna otra que aún no existía. Por ejemplo: desde hace unos veinte años la mayoría de los países de Europa han intentado hacer que desaparezcan las casas de citas; con un éxito mitigado pues, como sabemos, el teléfono ha remplazado la vieja casa a la que iban nuestros ancestros por una red arácnida y mucho más sutil. Por lo contrario, el cementerio, que en nuestra experiencia actual corresponde al ejemplo más evidente de una heterotopía, es el lugar absolutamente otro. Pues bien, el cementerio no ha tenido siempre ese papel en la sociedad occidental. Hasta el siglo dieciocho, el cementerio estaba en el corazón de los poblados, dispuesto allí, en el centro de la ciudad, justo a un lado de la iglesia, y a decir verdad no se le atribuía ningún valor realmente solemne. Salvo en el caso de algunos individuos, el destino común de los cadáveres era simplemente ser arrojados a la fosa sin ningún respeto por los restos individuales. Ahora bien, de una manera muy curiosa, en el momento mismo en el que nuestra civilización se volvió atea, o al menos más atea, es decir a finales del siglo dieciocho, nos pusimos a individualizar el esqueleto: desde entonces cada quien tuvo derecho a su cajita y a su pequeña descomposición personal. Y por otro lado, pusimos todos esos esqueletos, todas esas cajitas, todos esos féretros, todas esas tumbas y esas piedras fuera de la ciudad, en el límite de las urbes, como si se tratara al mismo tiempo de un centro y un lugar de infección y, de alguna manera, de contagio de la muerte. Pero no hay que olvidar que todo esto no sucedió sino en el siglo diecinueve, e incluso durante el curso del Segundo Imperio (es bajo Napoleón III, en efecto, que los grandes cementerios parisinos fueron organizados en los límites de las ciudades). También habría que citar –y aquí observaríamos en cierto modo una sobredeterminación de la heterotopía– los cementerios para tuberculosos: pienso en ese maravilloso cementerio de Menton en el que fueron inhumados los grandes tuberculosos que vinieron, a finales del siglo diecinueve, para descansar y morir en la Costa Azul. Otra heterotopía.

3. Yuxtaposición de espacios incompatibles.

Por lo general, la heterotopía tiene como regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente serían, o deberían ser incompatibles. El teatro, que es una heterotopía, hace que se sucedan sobre el rectángulo del escenario toda una serie de lugares incompatibles. El cine es una gran sala rectangular al fondo de la cual se proyecta sobre una pantalla, que es un espacio bidimensional, un espacio que nuevamente es un espacio de tres dimensiones. Vean ustedes aquí la imbricación de espacios que se realiza y se teje en un lugar como una sala de cine. Pero quizás el más antiguo ejemplo de heterotopía sea el jardín: el jardín, creación milenaria que ciertamente tenía una significación mágica en Oriente. El tradicional jardín persa es un rectángulo dividido en cuatro partes, las cuales representan las regiones del mundo, los cuatro elementos de los cuales éste se compone; y en el centro, en el punto en el que se unen esos cuatro rectángulos, había un espacio sagrado, una fuente, un templo; y alrededor de ese centro, toda la vegetación del mundo debía hallarse reunida. Ahora bien, si pensamos que los tapetes orientales están en el origen de las reproducciones de jardines (invernaderos en sentido estricto)(3), comprendemos el valor legendario de los tapetes voladores, de esos tapetes que recorrían el mundo. El jardín es un tapete en el que el mundo entero es convocado para cumplir su perfección simbólica, y el tapete es un jardín que se mueve a través del espacio. De hecho, ¿era un parque, o más bien un tapete, el jardín que describe el narrador de Las mil y una noches? Vemos que todas las bellezas del mundo se conjuntan en ese espejo. El jardín, desde la más remota Antigüedad es un lugar de utopía. Quizás tenemos la impresión de que las novelas se sitúan fácilmente en jardines; y es que, de hecho, las novelas nacieron sin duda de la institución misma de los jardines: la actividad novelesca es una actividad de jardinería.

4. Cortes singulares del tiempo


Resulta que las heterotopías con frecuencia están ligadas a cortes singulares del tiempo. Se emparientan, si ustedes quieren, con las heterocronías. Por supuesto, el cementerio es el lugar de un tiempo que ya no corre más. De manera general, en una sociedad como la nuestra se puede decir que hay heterotopías que son las heterotopías del tiempo que se acumula al infinito. Los museos, las bibliotecas, por ejemplo: en los siglos diecisiete y dieciocho, los museos y las bibliotecas eran instituciones singulares dado que eran las expresión del gusto de cada quién; por el contrario, la idea de acumularlo todo, la idea de detener el tiempo de alguna manera, o más bien de dejarlo depositar al infinito en un espacio privilegiado, de constituir el archivo general de una cultura, la voluntad de encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas y todos los gustos, la idea de constituir un espacio de todos los tiempos, como si ese espacio pudiera estar él mismo definitivamente fuera de todo tiempo, es una idea del todo moderna. Los museos y las bibliotecas son heterotopías propias de nuestra cultura.

Hay, sin embargo, heterotopías que no están ligadas al tiempo según la modalidad de la eternidad, sino según la modalidad de la fiesta; heterotopías no eternizantes, sino crónicas. El teatro, por supuesto, y luego las ferias, esos maravillosos emplazamientos vacíos en los bordes de las ciudades que se pueblan una o dos veces al año con casuchas, puestos de objetos heteróclitos, luchadores, mujeres-serpiente y echadoras de buenaventura. La aparición de los campamentos de vacaciones es aun más reciente en la historia de nuestra civilización: pienso sobre todo en eso maravillosos pueblos polinesios que ofrecen, en la costa mediterránea, tres pequeñas semanas de desnudez primitiva a los habitantes de nuestras ciudades. Las palapas de Jerba se emparientan en cierto sentido con las bibliotecas y los museos, puesto que son heterotopías de eternidad: y es que allí se invita a los hombres a reanudar lazos con la más vieja tradición de la humanidad; y al mismo tiempo esas palapas son la negación de toda biblioteca y de todo museo, puesto que en vez de servir para acumular el tiempo, sirven al contrario para borrarlo y volver a la desnudez, a la inocencia del primer pecado. También, entre esas heterotopías de la fiesta, esas heterotopías crónicas, existe, o más bien existía, la fiesta que ocurría todas las noches en la casa de citas de otrora, esa fiesta que empezaba a las seis de la tarde como en La fille Élisa.

Y finalmente, hay otras heterotopías que están ligadas no a la fiesta sino al pasaje, a la transformación, a las labores de la regeneración. Eran, durante el siglo diecinueve, los colegios y los cuarteles los que debían hacer de los niños adultos, de los pueblerinos ciudadanos, lo mismo que despabilar a los ingenuos. Hoy en día tenemos sobre todo las prisiones.


5. Sistemas de cierre y apertura específicos.

Por último, quisiera establecer el siguiente hecho en tanto quinto principio de la heterotopología: las heterotopías tienen siempre un sistema de apertura y cierre que las aísla del espacio que las rodea. En general, uno no entra en una heterotopía como Pedro por su casa: o bien uno entra allí porque se ve obligado a hacerlo, o bien uno lo hace cuando se ve sometido a ritos, a una purificación. Hay incluso heterotopías dedicadas exclusivamente a dicha purificación: purificación mitad religiosa, mitad higiénica, como en el caso de los Hammams de los musulmanes; y también hay purificaciones que parecen exclusivamente higiénicas, como los saunas de los escandinavos, pero que conllevan una serie de valores religiosos o naturalistas.

Hay otras heterotopías, por el contrario, que no están cerradas en relación al mundo exterior, pero que son pura y simple apertura; todo el mundo puede entrar en ellas, pero, a decir verdad, una vez que se está adentro, uno se da cuenta de que es una ilusión y de que se entró a ninguna parte: la heterotopía es un lugar abierto, pero con la propiedad de mantenerlo a uno afuera. Por ejemplo, en Sudamérica, en las casa del siglo dieciocho, se disponía siempre al lado de la puerta de entrada, pero antes de la misma, una pequeña habitación que daba directamente al mundo exterior y que estaba destinada a los visitantes de paso. Es decir que cualquiera podía entrar en esa habitación a cualquier hora del día y de la noche, descansar en ella, hacer allí lo que le pareciera; podía partir al día siguiente sin ser visto ni reconocido por nadie; pero, en la medida en la que esa habitación no daba de ninguna manera a la casa misma, el individuo que en ella se hospedaba no podía penetrar jamás en el interior del aposento familiar; esa habitación era una especie de heterotopía completamente exterior. Podríamos comparar con esa habitación a los moteles estadounidenses, a los que uno entra con su auto y su amante, y en los que la sexualidad ilegal se encuentra al mismo tiempo albergada y oculta, mantenida aparte, sin que por lo tanto se la deje al aire libre.

Finalmente, existen las heterotopías que parecen abiertas, pero en las que sólo entran verdaderamente los que ya han sido iniciados. Uno cree acceder a lo más simple, a lo que está más fácilmente a disposición, siendo que en realidad se está en el corazón del misterio. Es al menos de ese modo que Aragon entraba en las casas de citas:

Todavía el día de hoy, no traspongo esos umbrales de excitabilidad particular sin una cierta emoción de colegial; allí persigo el gran deseo abstracto que a veces se desprende de algunas figuras que nunca amé. Un fervor se despliega. Ni por un instante pienso en el aspecto social de esos lugares; la expresión “casa de tolerancia” no puede ser pronunciada con seriedad.


6. Impugnaciones de lo real y fuente de imaginario

Es en este punto en donde indudablemente nos acercamos a lo más esencial de las heterotopías. Éstas son una impugnación de todos los demás espacios, que pueden ejercer de dos maneras: ya sea como esas casas de citas de las que hablaba Aragon, creando una ilusión que denuncia al resto de la realidad como si fuera ilusión, o bien, por el contrario, creando realmente otro espacio real tan perfecto, meticuloso y arreglado cuanto el nuestro está desordenado, mal dispuesto y confuso.

De este modo funcionaron durante algún tiempo, en el siglo dieciocho sobre todo –al menos según lo proyectaban los hombres–, las colonias. Por supuesto, como sabemos, las colonias tenían una gran utilidad económica; pero había valores simbólicos que les estaban asociados y que, sin duda, se debían al prestigio propio de las heterotopías. Así es como en los siglos diecisiete y dieciocho las sociedades puritanas inglesas intentaron construir en América sociedades absolutamente perfectas. Así es como, a finales del siglo dieciocho y aún a principios del veinte, Lyautey y sus sucesores en las colonias militares francesas soñaron con sociedades jerarquizadas y militares.

Indudablemente la más extraordinaria de esas tentativas fue la de los jesuitas en el Paraguay. En efecto, en Paraguay los jesuitas habían fundado una colonia maravillosa en la que toda la vida estaba reglamentada, en la que imperaba el régimen del comunismo más perfecto, dado que las tierras pertenecían a todo el mundo, los reba-ños pertenecían a todo el mundo, y a cada familia sólo se le atribuía un pequeño jardín. Las casas estaban organizadas en filas regulares a lo largo de dos calles que hacían ángulo recto; en la plaza central del pueblo estaban la iglesia, al fondo, y de un lado el colegio y del otro la prisión. Los jesuitas reglamentaban meticulosamente de la noche a la mañana y desde la mañana hasta la noche la vida entera de los colonos. El Ángelus sonaba a las cinco de la mañana para el despertar, después marcaba el inicio del trabajo, luego la campana llamaba al mediodía a la gente, hombres y mujeres que habían trabajado en el campo, a las seis de la tarde se reunían para cenar, y a la medianoche la campana sonaba nuevamente para aquello que llamaban el despertar conyugal, puesto que a los jesuitas les importaba mucho que los colonos se reprodujeran, debido a lo cual todas las noches tocaban alegremente la campana para que la población pudiera proliferar. Y lo hizo, por lo demás, porque de ciento treinta mil que había al principio de la colonización jesuita, los indios pasaron a ser cuatrocientos mil a mediados del siglo dieciocho. Éste era un ejemplo de una sociedad completamente cerrada sobre sí misma, y que no estaba ligada al resto del mundo más que por el comercio y las ganancias considerables que obtenía la Compañía de Jesús.

Con la colonia, tenemos una heterotopía que tiene la suficiente ingenuidad como para querer realizar una ilusión. Con la casa de citas, por el contrario, tenemos una heterotopía lo bastante sutil o hábil como para querer disipar la realidad con la pura fuerza de las ilusiones. Y si pensamos que el barco, el gran barco del siglo diecinueve es un pedazo de espacio flotante, un lugar sin lugar, que vive por sí mismo, cerrado sobre sí, libre en cierto sentido, pero abandonado fatalmente al infinito del mar, y que de puerto en puerto, de barrio de chicas en barrio de chicas, de navegación en navegación va hasta las colonias buscando lo más precioso que éstas resguardan de esos jardines orientales de los que hablábamos hace un rato, comprendemos por qué el barco ha sido para nuestra civilización, al menos desde el siglo dieciséis, al mismo tiempo el más grande instrumento económico y nuestra más grande reserva de imaginación. El navío es la heterotopía por excelencia. Las civilizaciones sin barcos son como los niños cuyos padres no tienen una gran cama sobre la cual jugar; sus sueños se agotan, el espionaje reemplaza a la aventura, y la fealdad de la policía reemplaza a la belleza llena de sol de los corsarios.



Notas

1Utopies et hétérotopies, cd Rom. Paris, INA, 2004

2 “Des espaces autres” (conferencia dictada en el Cercle d'études architecturales, 14 de marzo de 1967), Architecture, Mouvement, Continuité, no. 5, octubre 1984, pp. 46-49; también en Dits et écrits, II, Paris, Gallimard, Col. Quarto, pp. 1571-1581.

3 En francés, jardins d'hiver, literalmente “jardines de invierno”. n. del t.

Nota y traducción de Rodrígo García
Fuente: http://www.fractal.com.mx/

Las promesas del arte.


Conversación con Hans-Georg Gadamer
por Ger Groot


Para cruzar el abismo “sólo existe el puente del arte, el arco iris del arte”, apunta Hans-Georg Gadamer, imprescindible autor de Verdad y método, en esta entrevista, parte del libro Adelante, ¡contradígame! / Filosofía en conversación que la editorial madrileña Sequitur pondrá pronto en circulación.


"No me mire con esos ojos tan interrogantes. ¡Pregúnteme!”, me dice Hans-Georg Gadamer, “podría seguir hablando interminablemente, pero no quiero. Cuando se le ocurra una pregunta, interrúmpame. Así nuestra conversación será más viva”. Con razón, el diálogo ocupa un lugar importante en su obra.

La hermenéutica, a la que su nombre está vinculado, no es un camino de dirección única, sino un cruce continuo de preguntas, réplicas, contestaciones y nuevas preguntas. “El arte de conversar, también consigo mismo, constituye la fuerza del pensamiento”, escribió Gadamer en un perfil autobiográfico. “¿No ve?”, observa con humor durante la discusión, “me gusta llevarle la contraria: conversar es eso”.

Nació cuando despuntaba el siglo XX en Marburgo y creció en Breslau bajo la autoridad prusiana de un padre, científico de profesión, que sólo con reservas pudo aceptar la elección de su hijo de estudiar filosofía. Se doctoró a los veintidós años, y por aquel entonces llegó a sentirse alguien, hasta que poco después conoció a Martin Heidegger. La penetrante tenacidad del pensamiento de este lo desconcertó totalmente. Si durante su época de estudiante había mantenido, como muchos otros, cierta desconfianza hacia las oscuras preguntas heideggerianas –como ¿Qué es el ser?–, ahora, tras su encuentro, ya no pudo librarse de ellas, como tampoco de la “maldita sensación de que Heidegger estaba siempre a mis espaldas, vigilándome”.
Con humor recuerda las llamadas telefónicas de Heidegger, cuando Ortega y Gasset anunciaba que pasaría a verlo. “Ven rápido. Ortega vuelve a acosarme.” El español lo ponía un poco nervioso con sus observaciones que –según Heidegger– estaban cargadas de frivolidad: “Sabe usted, Heidegger” –le decía– “un filósofo debe tener tres sentidos: el sentido de la profundidad –que evidentemente usted tiene–, el sentido de la penetración –en el que usted tampoco está mal– y el sentido de la ligereza –del que, por desgracia, carece totalmente. Tiene que bailar, Heidegger. ¡Bailar!” y Heidegger mascullaba: “¿Qué tiene que ver el baile con la filosofía?”

En 1960 Gadamer publicó su monumental estudio Verdad y método. Treinta años más tarde, las estanterías de su despacho en su casa, situada en un tranquilo barrio residencial en una de las colinas que rodean Heidelberg, están llenas de los volúmenes de la edición de su Obra Completa. El despacho, ya de por sí pequeño, aún lo parece más con un hombre de su estatura que, a pesar del bastón y de su postura algo encorvada, no aparenta noventa y tres años. Un grabado de Durero y un cuadro abstracto de Serge Poliakoff de un rojo vivo (“Un regalo de mis alumnos por mi sexagésimo cumpleaños”) adornan la estancia. Los libros y los manuscritos se apilan en las estanterías y en el suelo. La caída de una de esas pilas interrumpirá ruidosamente nuestra conversación. “Ya ve”, me dice Gadamer, “Spitzweg también ha causado estragos aquí”.

En un taburete hay una bandeja con unas tazas de café y galletas (“A los holandeses les gustan las galletas, ¿no?”). Sobre el sofá, junto al visitante, se ha acomodado el gato de Gadamer.

La verdad

En las primeras páginas de su libro La actualidad de lo bello escribe usted: Nos preguntamos por la cuestión de la justificación del arte, pues el arte es una disciplina que suscita todo tipo de preguntas, y en la actualidad incluso más que antes. ¿Qué función puede cumplir aún hoy el arte? ¿Cuál es su sentido y su significado?

Para los filósofos, el arte como problema es interesante porque en él se aborda el concepto de la verdad. ¿Qué significa el término “verdad”? Si examinamos el concepto de verdad en la ciencia moderna, vemos que significa “certeza”, Gewissheit. Y al mismo tiempo: método. Ya desde Descartes, el método es el camino del que se puede estar seguro, del que se tiene certeza; por así decirlo, más vale dar pequeños pasos, un paso tras otro, que intentar dar grandes saltos hacia adelante.
Por supuesto, eso no se puede aplicar al arte. Como tampoco se puede aplicar un enfoque basado en la informática moderna, como proponía Max Bense, que, a pesar de ser un hombre muy sensato, afirmaba que por el número de bits podríamos determinar por qué Rubens era mejor paisajista que Rembrandt. Proceder así sería aplicar criterios cuantitativos a una materia que no admite este tipo de criterios fundamentales. No es posible utilizar métodos científicos de medición para distinguir el arte de lo que no lo es (o del arte de mala calidad).

Max Planck dijo en una ocasión: los hechos son para nosotros cosas que pueden medirse. Este es el punto de partida metódico, y con él empiezo mi obra Verdad y método, porque precisamente ahí se evidencia la tensión entre método y verdad. Por supuesto, el triunfo de la ciencia moderna estriba en haber sabido transformar el concepto de verdad. Bien es cierto que desde la Antigüedad, como ya dijo Hesíodo, se admite que los poetas mienten mucho, pero eso significa que también dicen muchas verdades.

Se trata por lo tanto del concepto de verdad en el arte. ¿Acaso tiene sentido esa palabra? Incluso hoy en día, en un país que no está muy lejos de aquí –[riéndose] me refiero a Gran Bretaña–, algunas personas dignas de ser tomadas en serio siguen rebatiendo que el arte tenga algo que ver con la verdad.

Eso fue lo que me llevó, como filósofo, a conceder muy pronto un lugar importante al tema “arte” en mi pensamiento: ¿qué se entiende por “verdad” cuando se aplica al arte? Al fin y al cabo, no se alude a la verdad de la proposición (Satzwahrheit). No se pretende decir que las proposiciones que hacen referencia al arte o que aparecen en un poema puedan ser verdaderas o falsas. Ahí esa noción de verdad no es pertinente.

Cuando hablamos de la verdad de un juicio, suponemos cierta generalidad. En cambio, frente a una obra de arte, nos hallamos siempre ante algo único. ¿Existe en el arte una relación especial entre lo singular de la obra y la verdad? ¿Es posible que se trate de una verdad que, aun aspirando a la generalidad, no pueda expresarse en una proposición general?

Quisiera argüir en su contra que Aristóteles dijo, con razón, que los historiadores están menos orientados a la verdad que los poetas, pues la historia nos dice únicamente cómo han sucedido las cosas, mientras que la poesía nos dice cómo pueden suceder siempre. Es decir que precisamente en la poesía encontramos esa aspiración a lo general.

Sin embargo, cuando contemplamos una obra de arte, nos encontramos con algo problemático, que precisamente dice algo sobre la especificidad de este concepto de verdad.

Sin duda alguna. Lo problemático es precisamente que la experiencia del arte no puede transmitirse en una proposición o en otra forma distinta. En el último volumen de mi nueva edición he incluido un artículo titulado: “Palabra e imagen: tan verdadero, tan siendo” (Wort und Bild: so wahr, so seiend). Es una cita de Goethe, quien al contemplar unas caracolas en una playa de Sicilia exclamó: “so wahr, so seiend”. Yo aplico esta afirmación al arte: el arte es verdad porque es siendo. Esto significa, por ejemplo, que no es reproducible. Suena bastante inaudito en un mundo en el que casi todo es reproducible y que, a través de esta reproducibilidad, destruye el sentido del arte. El progreso y la fotografía implican una disminución de la sensibilidad al color. Pero comprendo muy bien lo que usted quiere decir cuando afirma que precisamente en la unicidad de una obra de arte reina una verdad general que es irreemplazable.

Y ¿por qué es irreemplazable?

¡Vaya!, poco a poco vamos entrando en materia. Tomemos el color, la imagen en las artes plásticas. Es indiscutible que una representación de ese tipo no puede ser sustituida por otra. Por el contrario, la verdad de una proposición verdadera siempre será verdad. Es decir, que desde el principio se ha perdido algo esencial. Este es el sentido objetivador de la proposición: lo que Aristóteles trató en su hermenéutica y lo que los griegos denominaban apófansis. Es decir: una proposición que sólo pretende mostrar lo que muestra. En este sentido, nuestra civilización occidental está marcada por las matemáticas y su aplicabilidad al mundo del lenguaje. Si, por ejemplo, comparamos este concepto de verdad con su equivalente chino, vemos que en este último caso no puede concebirse como algo que esté reñido con el arte.

Pero también para nosotros, en Occidente, el arte implica otro tipo de generalidad. El arte no se desarrolla en una generalidad conceptual, sino en un juego totalmente específico entre la verdad sensible y la conceptual. Lo que intento defender es que eso no tiene nada que ver con la cuestión de la representación y del método, sino con el contenido del ser, por así decirlo, con la densidad, la saturación que trasciende en cada cuadro y en cada poema, el enunciado referencial. El propio cuadro no permite que el espectador se limite a mirar lo que se muestra en él.
Pongamos por ejemplo el grabado de Durero, que usted no puede ver porque está colgado justo encima de su cabeza; representa a Santa Catalina de Siena, la famosa mártir. Es lo primero que uno reconoce: lo que está representado en él. Quizá, además, pueda ver que se trata de un Durero. Pero al mismo tiempo también es evidente que aún no ha visto nada. Así pues, el cuadro o el poema tienen la capacidad de superar la referencia directa a otra cosa. O, por decirlo de otra manera, la capacidad de ponerla en suspenso.

¿Podríamos decir que lo que se muestra en el cuadro es el enigma de que hay algo y que ese algo tiene un sentido?

Sí, sin duda. En cierto sentido cabría decir –y creo que desde Schiller ya no es una idea muy original– que a través del arte aquello que es fragmentario y desordenado se convierte en el representante de un mundo íntegro. Sin embargo, si hoy en día les dices eso a los jóvenes, saltarán de indignación. Me sucedió aquí con un estudiante que sencillamente no lo comprendía. Pero, ¡ojo!, cuando digo “mundo íntegro”, no me refiero a que el mundo es íntegro, sino a que en el arte aparece como íntegro. Entonces siempre hay alguien que replica: “Sí, pero ¿qué me dice del Guernica de Picasso?” Y yo contesto: “¿Por qué lo contempla durante tanto tiempo?” Claro, se queda desconcertado y luego responde: “Porque hay algo en él.” En efecto: algo que ahora ya no se ve como destrucción gris, sino algo que por sí mismo provoca una concentración.

Esta concentración que se produce en el arte moderno ¿constituye siempre la idea de un mundo íntegro o se trata más bien de un mundo roto?
No es la idea de un mundo íntegro, sino un pedazo de mundo “íntegro”. De forma que incluso en el caso de una destrucción extrema –por eso he elegido el Guernica como ejemplo– se puede apreciar que la obra de arte es como ha de ser. Se trata simplemente de la definición clásica de lo bello: algo a lo que no se puede añadir nada ni quitar nada sin perturbar el todo. En ese sentido es íntegro.

Pongamos por caso alguien que improvisa al órgano. Durante los bombardeos de Leipzig, iba todos los viernes por la tarde a escuchar los motetes de Bach. El organista era un improvisador genial y a menudo lo mejor del concierto era lo que tocaba cuando acababa los motetes. Pero a veces pensaba para mis adentros: “hoy no ha sido nada”, y entonces me preguntaba: ¿qué significa que “no ha sido nada”? Nada, por así decirlo, que me retuviera en la iglesia y me impidiera salir afuera. No había nada que únicamente me hiciera escuchar y a través de la música me permitiera conseguir la concentración total.

Lo mismo pasa con la pintura. Mire el Poliakoff que cuelga ahí: la composición de colores, y la tensión de líneas y colores parecen transmitir: así tiene que ser. Pero [asombrado] ¿qué significa eso?

No me parece casual que cite usted a Bach. Bach vivía todavía en la firme creencia de una verdad religiosa, un mundo religioso. Esa creencia ya no existe en el siglo XX. Sin embargo, el deseo de “integridad” es una cuestión religiosa que ya no encuentra respuesta en la religión. Pero quizá tampoco encuentre una respuesta completa en el arte, a pesar de que el arte actualiza ese deseo.

Tendrá usted que formular de una manera más convincente la última frase. Con lo demás estoy bastante de acuerdo. Pero tampoco es fácil explicar por qué El arte de la fuga tiene algo que ver con Dios. No hay que pensar únicamente en la música de la Pasión.

No, pero sí en la manera en que El arte de la fuga es ya en su concepción un arte de la armonía.

Todo lo que existe en la realidad contiene desarmonía, y por consiguiente también armonía, incluida la música.

¿También la sospecha de una verdad religiosa, de una redención (religiosa)?
Ahora lleva usted demasiado lejos su presuposición religiosa. Yo sería más cauto y diría que lo que antes se pensaba de una forma religiosa, hoy lo experimentamos en gran medida en el arte: como algo que en relación con la realidad es tan trascendente como antes lo era la religión. Al fin y al cabo, el arte se empezó a comprender de esta forma semirreligiosa cuando la gente dejó de considerar el mundo como un mundo creado de seres humanos que debía ser redimido. Sin embargo, lo que ha permanecido es el deseo de encontrar una respuesta a los enigmas del ser. Hasta ahí estoy dispuesto a aceptar su interpretación, pero quisiera establecer una distinción. Yo no diría que eso es religioso, sino que, al parecer, algo de lo que transmite la religión ha encontrado su réplica en lo que expresa el arte. Por así decirlo, tanto la religión como el arte son promesas de lo “íntegro”.

¿Cree usted que el arte puede convertir nuestra sociedad en una comunidad, como hizo la religión hasta la Segunda Guerra Mundial?

Evidentemente no sé cómo será el futuro. Tenemos a nuestras espaldas un siglo con dos guerras mundiales. ¿Quién las ha ganado realmente? Sólo la revolución industrial. De todos es sabido que las guerras benefician únicamente a la industria y que todo lo demás sale perdiendo. Tiene usted razón cuando pregunta: ¿cuál será realmente el futuro del arte? ¿Hasta qué punto puede existir el arte en un mundo tecnocrático y regido por la técnica?

Cuando se inició este desarrollo, Philipp Otto Runge [1777-1810] ya manifestó su compasión por los pintores, porque el giro que se había producido entonces dejaba de tenerlos en cuenta, y lo decorativo lo recubría todo. Era también un declive. Y en efecto: a partir de ahí surgió un mundo nuevo. No voy a negar que nosotros, aquí y ahora, nos encontramos en una situación difícil, y no sabemos qué saldrá de ella. Quizá surja un arte totalmente nuevo de la caligrafía de las culturas orientales.

¿A qué se refiere?

¡Al arte de la escritura! Un chino pinta cuando escribe. Tengo un famoso colega chino que en una ocasión me escribió una carta con unos trazos minúsculos a modo de firma. ¡Era tan maravilloso! Aún conservo la carta. No eran más que unas cuantas pinceladas y, sin embargo, eran sumamente conmovedoras. Bueno, admito que para poder escribir de esta manera se tiene que recorrer un largo camino. Pero quizá, a la larga, consigamos reconocer algo de la tensión que se manifiesta en esas páginas chinas casi vacías, como podemos apreciarla ahora en este Poliakoff. Pero, en cualquier caso, tendría para nosotros la misma trascendencia: cómo se puede lograr una concentración tan grande de Dasein con unas cuantas líneas, unos cuantos trazos en una única hoja en blanco.

¿Es posible que una buena obra de arte sea al mismo tiempo totalmente desesperada?
Una obra de arte a la que no se dice “sí”.

Que sea muy fuerte, pero...
¿Qué significa “fuerte” en este caso?

Una obra de arte de la que uno no pueda sustraerse.
¿A la que se dice “sí”?

Sí.
¡Pero bueno! Hace usted como si yo afirmara que la obra de arte tuviera que representar algo “íntegro”. ¡Pero de eso nada!

Una obra de arte de ese tipo podría convertirse en el símbolo de la imposibilidad de llegar a un mundo íntegro.
¡No! Hace un momento ha dicho usted algo positivo. Ha dicho “sí”: sí, así es. No, no se trata de leer un tipo de información que pudiera contener la obra. ¡Es que usted no quiere pasar... por encima del abismo! Sólo existe el puente del arte, el arco iris del arte, si me permite hacer una alusión a la historia de la creación: el signo de reconciliación entre Dios y el mundo.

¿El arte –metafóricamente hablando– no podría nunca negar la existencia de los dioses?

No, en este sentido soy mucho más cauto. Me limito a describir lo que sucede en la época de la Edad Moderna, en la que una secularización tan radical como la que se ha producido presupone, evidentemente, en primer lugar un mundo cristiano. Otros mundos religiosos, como el asiático, nunca podrán engendrar un ateísmo tan radical, pues contienen demasiado “hechizo”, magia y rituales. En Occidente, la interiorización del Nuevo Testamento hizo posible una Ilustración radical. En Grecia, con Platón y Aristóteles, triunfó el ateísmo griego, venció la filosofía.

Pero volviendo a su pregunta: sigue usted intentando eludir el hecho de que lo “no íntegro” invita a un “sí”, precisamente por la manera en que se hace siendo en su plasmación (Gestaltung).

Pero ¿qué significa ese “sí”? No es un “sí” que quiera lo no íntegro.

No. Es un “sí” que incluso ante la mayor falta de integridad distingue las leyes internas adecuadas. Algo así como: “no podría ser de otra manera”. El cartel de protesta no es en sí mismo una obra de arte. Pero ¿y Picasso? En absoluto se puede decir que nos ofrezca un mundo reconfortante. ¿Aún se puede hacer hoy en día arte religioso? Lo dudo. Chagall lo consiguió, pero, en cierto sentido, Chagall seguía una corriente oriental.

¿Y en las demás artes? En cualquier caso, siempre he encontrado este elemento afirmativo. Me resulta más difícil hablar de la música, porque no tengo suficientes conocimientos de música. Pero sí he visto cómo un compositor como Webern, con quien la música moderna consiguió triunfar en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, logró una concentración, una concisión, una economía expresiva, a la que la música clásica no había sabido aproximarse hasta entonces. Esa concisión es cada vez más frecuente en el arte: las cosas se reducen a lo mínimo. Y si se trata de un buen artista, su arte tendrá tanta expresividad como antes el arte de la plenitud.
Es un error decir que lo “no íntegro” tendría que estar ahí. Puede ser presentado, pues precisamente por eso es siendo. Es una promesa, una indicación. Tal como dijo Rilke acerca de las catedrales: “Esto estuvo en pie alguna vez entre los hombres.” Pues bien, así sigue en pie entre los hombres. No sólo una iglesia, sino un pintor o un compositor: ¡cómo transmiten tensiones! Acaso se trate de ruido, desarmonía, pero de tal forma que uno dice: “¡Otra vez, por favor, otra vez!” Y luego, lenta, muy lentamente veo acercarse a mí una ley interna, una inmensa profundidad cualitativa. De ahí que lo haya titulado: so wahr, so seiend.

¿Lo “no verdadero” es siempre lo “no siendo”?

Lo no verdadero es el mundo reproducido, el mundo meramente fotografiado, aunque, por supuesto, en la fotografía también es posible el arte. Recientemente tuve la oportunidad de ver una toma muy hermosa de Sierra Nevada, o eso creo. ¡No!, era de California. Una fotografía muy bonita. Apenas podía creer que no fuera un cuadro.
Pero, adelante: ¡contradígame!

Fuente: Letras libres
Imagen: Here and There by Boyd & Evans

23 nov 2008

Presentación del libro...


22 nov 2008

Presentación de las Disertaciones

Una disertación es entendida como una acción en la que se razona o problematiza una cuestión, un objeto, con la finalidad de exponerlo, criticarlo o refutarlo. Las disertaciones eran un método de enseñanza muy común en la edad Media. En ellas los alumnos y los maestros exponían un tema para después abrir una discusión y poder llegar a una conclusión. Nosotros pretendemos hacer lo mismo, y ¿por qué no? Alcanzar verdades a las que pudieron haber llegado los antiguos. Tal vez nuestras pretensiones son muy altas, pero de no ser así, no nos moveríamos.

La finalidad de esta serie de “encuentros filosóficos” es que entre los que formamos la comunidad de la escuela de Filosofía de la UPAEP nos ayudemos a nuestra preparación seria de filósofos; pues creemos que el comentario y la opinión del compañero son importantes y constructivos para mejorar nuestros conocimientos y entendimiento de la verdad. También de este modo, podemos llevar a los oídos de los demás algunas filosofías o problemáticas que por interés personal no les pondríamos atención que, sin embargo, forman parte de la historia del pensamiento y de una u otra manera han contribuido a formar a las pensadores en quienes sí tenemos interés en estudiar. Esto por lado del compañero expositor. Por el lado de los escuchas, podemos aportar opiniones, críticas y observaciones que nos permitan aclarar mejor el tema expuesto y a su vez, ayudar al ponente a dominar mejor el tema, a conocerlo más o mostrarle donde hay aún un punto “débil”. Es por eso que los invitamos a la participación activa en las disertaciones, pues sin los comentarios del público esto no podría realizarse.

Publicamos los temas presentados en las disertaciones para poder continuar con el diálogo a través de esta plataforma y poder continuar en el desarrollo de nuestro conocimiento. Los invitamos a escribir sus comentarios.