Hay un texto de Bertrand Russell que llama mi atención: "En los tiempos de tinieblas, los hombres necesitan una clara fe y una bien fundada esperanza; y el tranquilo valor que no toma en cuenta la dureza del camino." (1)
El ser humano espera muchas cosas (buenas para sí mismo) y, por ello, está dispuesto a depositar su confianza y fiarse hasta de las cosas más increíbles. Podríamos decir que, hasta cierto punto, por naturaleza, el hombre es crédulo y, para marchar en lo cotidiano de la vida, necesita tener confianza.
Esa suerte de instinto que todos tenemos, nos hace buscar la compañía de los demás; es el instinto gregario. De ahí surge la vida social y política. Pero, por otro lado, dicha vida también es problemática y tiene su "lado oscuro". Los demás, los otros, cuya formulación colectiva puede ser "la política" o "el estado" o "el gobierno", no hace falta sino tener la mínima experiencia, representan muchas veces el problema de lo impersonal.
Si bien es cierto que el instinto gregario nos lleva a buscar a los demás, la experiencia de "los demás" en su formalidad de las instituciones estatales o, bien, de su dinámica burocrática, nos deja un cierto sabor de fastidio, enojo, impotencia y, en casos extremos, deseo de venganza.
Por ello, Ernst Cassirer observa: "El conocimiento científico y el dominio técnico de la naturaleza obtienen cada día nuevas e inauditas victorias. Pero en la vida práctica y social del hombre, la derrota del pensamiento racional parece ser completa e irrevocable. En este dominio, el hombre moderno parece que tuviera que olvidar todo lo que ha aprendido en el desarrollo de su vida intelectual. Se le induce a que regrese a las primeras fases rudimentarias de la cultura humana. En este punto, el pensamiento racional y el científico confiesan abiertamente su fracaso; se rinden ante su más peligroso enemigo." (2)
Ese poderoso enemigo es el mito, los nuevos mitos sociales y políticos que, ante un clima de desesperación, conducen a medidas desesperadas y, sobre todo, al incentivo y la exaltación del sentimiento. De ese modo: "Cuando la gente siente un deseo colectivo con toda fuerza e intensidad, puede ser persuadida fácilmente de que sólo necesita el hombre indicado para satisfacerlo." (3)
La gente, entonces, busca al héroe, al caudillo, al hombre clave que la conducirá a la salvación. Y, es cierto, quien configura dicha figura es, ni más ni menos, el político moderno.
"El anhelo de caudillaje aparece tan sólo cuando un deseo colectivo ha alcanzado una fuerza abrumadora y, por otra parte, se ha desvanecido toda esperanza de cumplir este deseo por la vía ordinaria y normal. En esos tiempos, el deseo no sólo se siente hondamente, sino que se personifica." (4)
Pero cuando surgen esas personificaciones, como ya lo ha mostrado bastante el siglo XX con sus caudillos y héroes, han surgido los sistemas totalitarios que aplastan a los individuos y usan a las instituciones para sus fines personales o de grupo.
¿Cómo responder o afrontar ese "lado oscuro" del instinto gregario encarnado en la vida social y política? ¿Es que acaso no es posible la política y, en general, la vida pública como un entramado racional donde los seres humanos seamos justamente "más humanos" y, en suma, mejores personas? En última instancia, ¿puede o no (o hasta dónde) la política hacer bueno al hombre? Es decir, a pesar de nuestras diversas experiencias (muy cercanas) donde quienes tienen un cargo o encargo público fácilmente se corrompen por dinero o lo usan como patrimonio personal cuando es erario, ¿es posible la virtud y la bondad?
Como sostiene Russell, la política debería hacer la vida de los hombres "tan buena como fuese posible" (5). Y eso generando, desde las políticas públicas, un sistema donde los instintos creadores (o creativos) fueran más y mejores que los instintos posesivos (6).
Una institución pública –continúa el pensador inglés- debería de ser juzgada "por el bien o mal que causan al individuo. ¿Estimulan la creatividad, más bien que el afán de posesión? ¿Encarnan o promueven un espíritu de reverencia entre los seres humanos? ¿Preservan el respeto a sí mismo?" (7)
Observando las instituciones estatales, al menos la que tengo en mente, uno se ve inclinado a señalar que, por el contrario, muchas de ellas degradan a los individuos, sobre todo a aquellos que, en afanes de posesión, se autodegradan.
Sin embargo, aún hay esperanza de que, pronto, la vida social y política del hombre se vuelva luminosa y digna. De otra manera, el terreno para que surjan de nuevo los mitos y los caudillos sería el más propicio.
Notas:
(1) Russell, Bertrand: Antología, introducción Luis Villoro, selección Fernanda Navarro, Siglo XXI (El hombre y sus obras), México, 1a. ed. 1971, 18a. ed. 2004, p. 21.
(2) Cassirer, Ernst: The Myth of State, Yale University Press, New Haven, 1946 [versión castellana: El mito del estado, trad. Eduardo Nicol, Fondo de Cultura Económica, México 1947, 2ª. Ed. (Colección popular) 1968, 7ª. Reimpresión, 1992, p. 8]
(3) Ib., p. 332.
(4) Ib., p. 331.
(5) Russell, op. cit., p. 21.
(6) Ib., p. 23.
(7) Ib., p. 26.
Fidencio Aguilar Víquez
lunes, 14 de enero de 2008
El ser humano espera muchas cosas (buenas para sí mismo) y, por ello, está dispuesto a depositar su confianza y fiarse hasta de las cosas más increíbles. Podríamos decir que, hasta cierto punto, por naturaleza, el hombre es crédulo y, para marchar en lo cotidiano de la vida, necesita tener confianza.
Esa suerte de instinto que todos tenemos, nos hace buscar la compañía de los demás; es el instinto gregario. De ahí surge la vida social y política. Pero, por otro lado, dicha vida también es problemática y tiene su "lado oscuro". Los demás, los otros, cuya formulación colectiva puede ser "la política" o "el estado" o "el gobierno", no hace falta sino tener la mínima experiencia, representan muchas veces el problema de lo impersonal.
Si bien es cierto que el instinto gregario nos lleva a buscar a los demás, la experiencia de "los demás" en su formalidad de las instituciones estatales o, bien, de su dinámica burocrática, nos deja un cierto sabor de fastidio, enojo, impotencia y, en casos extremos, deseo de venganza.
Por ello, Ernst Cassirer observa: "El conocimiento científico y el dominio técnico de la naturaleza obtienen cada día nuevas e inauditas victorias. Pero en la vida práctica y social del hombre, la derrota del pensamiento racional parece ser completa e irrevocable. En este dominio, el hombre moderno parece que tuviera que olvidar todo lo que ha aprendido en el desarrollo de su vida intelectual. Se le induce a que regrese a las primeras fases rudimentarias de la cultura humana. En este punto, el pensamiento racional y el científico confiesan abiertamente su fracaso; se rinden ante su más peligroso enemigo." (2)
Ese poderoso enemigo es el mito, los nuevos mitos sociales y políticos que, ante un clima de desesperación, conducen a medidas desesperadas y, sobre todo, al incentivo y la exaltación del sentimiento. De ese modo: "Cuando la gente siente un deseo colectivo con toda fuerza e intensidad, puede ser persuadida fácilmente de que sólo necesita el hombre indicado para satisfacerlo." (3)
La gente, entonces, busca al héroe, al caudillo, al hombre clave que la conducirá a la salvación. Y, es cierto, quien configura dicha figura es, ni más ni menos, el político moderno.
"El anhelo de caudillaje aparece tan sólo cuando un deseo colectivo ha alcanzado una fuerza abrumadora y, por otra parte, se ha desvanecido toda esperanza de cumplir este deseo por la vía ordinaria y normal. En esos tiempos, el deseo no sólo se siente hondamente, sino que se personifica." (4)
Pero cuando surgen esas personificaciones, como ya lo ha mostrado bastante el siglo XX con sus caudillos y héroes, han surgido los sistemas totalitarios que aplastan a los individuos y usan a las instituciones para sus fines personales o de grupo.
¿Cómo responder o afrontar ese "lado oscuro" del instinto gregario encarnado en la vida social y política? ¿Es que acaso no es posible la política y, en general, la vida pública como un entramado racional donde los seres humanos seamos justamente "más humanos" y, en suma, mejores personas? En última instancia, ¿puede o no (o hasta dónde) la política hacer bueno al hombre? Es decir, a pesar de nuestras diversas experiencias (muy cercanas) donde quienes tienen un cargo o encargo público fácilmente se corrompen por dinero o lo usan como patrimonio personal cuando es erario, ¿es posible la virtud y la bondad?
Como sostiene Russell, la política debería hacer la vida de los hombres "tan buena como fuese posible" (5). Y eso generando, desde las políticas públicas, un sistema donde los instintos creadores (o creativos) fueran más y mejores que los instintos posesivos (6).
Una institución pública –continúa el pensador inglés- debería de ser juzgada "por el bien o mal que causan al individuo. ¿Estimulan la creatividad, más bien que el afán de posesión? ¿Encarnan o promueven un espíritu de reverencia entre los seres humanos? ¿Preservan el respeto a sí mismo?" (7)
Observando las instituciones estatales, al menos la que tengo en mente, uno se ve inclinado a señalar que, por el contrario, muchas de ellas degradan a los individuos, sobre todo a aquellos que, en afanes de posesión, se autodegradan.
Sin embargo, aún hay esperanza de que, pronto, la vida social y política del hombre se vuelva luminosa y digna. De otra manera, el terreno para que surjan de nuevo los mitos y los caudillos sería el más propicio.
Notas:
(1) Russell, Bertrand: Antología, introducción Luis Villoro, selección Fernanda Navarro, Siglo XXI (El hombre y sus obras), México, 1a. ed. 1971, 18a. ed. 2004, p. 21.
(2) Cassirer, Ernst: The Myth of State, Yale University Press, New Haven, 1946 [versión castellana: El mito del estado, trad. Eduardo Nicol, Fondo de Cultura Económica, México 1947, 2ª. Ed. (Colección popular) 1968, 7ª. Reimpresión, 1992, p. 8]
(3) Ib., p. 332.
(4) Ib., p. 331.
(5) Russell, op. cit., p. 21.
(6) Ib., p. 23.
(7) Ib., p. 26.
Fidencio Aguilar Víquez
lunes, 14 de enero de 2008
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