A Cecilia y Patricia, como recuerdo de nuestra aventura política
“Corre camarada, lo viejo está detrás de ti”[1]
Mayo de 1968. “La edad de oro fue la edad en que el oro no reinaba. El becerro de oro siempre es lodo”, declamaron los estudiantes parisinos. Ese año sopló un viento fuerte, aparentemente nuevo, que arrancó los oropeles del templete burgués en Europa. Lamentablemente, los universitarios mexicanos escribieron mucho menos; el ejército aplastó la revuelta. No obstante, enfocar el 68 exclusivamente desde Tlatelolco es reduccionista. Los jóvenes del mundo quisieron algo más que una rebelión; pretendieron una revolución cultural, irreverente, provocativa, pero optimista.
Cuarenta años después, la principal herencia del 68 es la devaluación social de la ancianidad. El desprestigio ha llegado al extremo de inventar eufemismos (“adultos mayores”, “adultos en plenitud”) para evitar la obscenidad de las palabras viejo y anciano. Las etimologías de senador (del latín senex, viejo) y presbítero (del griego presbíteros, el más viejo) carecen de sentido en la civilización de cuerpos bellos y jóvenes.
Durante siglos, los ancianos fueron los depositarios del conocimiento y la virtud y, por tanto, del poder. La aristocracia y la burguesía compartían, cada una a su modo, dicha premisa. En consecuencia, concedían gran importancia a la cortesía y ritos afines, tan útiles para destacar la diversidad de funciones y estamentos. Al derogar esta liturgia laica, los viejos fueron degradados: ahora son los parias, la casta ínfima. Con el 68 comenzó “la guerra del cerdo” al estilo de Bioy Casares: los ancianos son los culpables.
“Aquí se es espontáneo”
En Francia, la revuelta cobró la cabeza de Charles de Gaulle. El general reunía en su persona los rasgos del pequeñoburgués: hombre de familia, religioso, nacionalista, conservador en moral, ahorrador y empeñoso, celoso de la autoridad.
El conservadurismo burgués –expresión jabonosa y escurridiza– goza de mala prensa. Con todo, el ideal burgués entraña cualidades encomiables: vocación liberal, respeto a la autoridad, urbanidad, laboriosidad, austeridad, vida en familia, orden, legalidad.
Me viene a la mente la novela Los Buddenbrook, en la que Thomas Mann relata las vicisitudes de una paradigmática familia burguesa. Gracias al trabajo duro y al éxito comercial, los Buddenbrook ganan reconocimiento social. El declive de la familia comienza cuando el romanticismo infecta al heredero: la estética sustituye a la eficacia, la espontaneidad prevalece sobre el orden, el impulso predomina sobre el análisis, la creatividad prima sobre la experiencia, y la inspiración avasalla el empeño rutinario y académico.
“No cambiemos de patrón, cambiemos de patrón de vida”
La rebelión del 68 atacó los pilares de la sociedad tradicional burguesa: Iglesia, Estado, Universidad y Empresa. Abolidas las viejas maneras, sin el blindaje de los viejos rituales, la autoridad quedó a merced de la crítica de los jóvenes. El diálogo erosionó la verticalidad de las instituciones; sólo la Empresa resistió el embate y dio cobijo al autoritarismo, aunque ciertamente en formas más sutiles. El mercado reveló su poder. Los símbolos sesentaiocheros de horizontalidad devinieron una mercancía más: jeans de marca libre, jeans de diseñador, de obrero o de millonario.
“La insolencia es la nueva arma revolucionaria”, garabatearon en la pared de la Facultad de Medicina de París. La abolición de las buenas maneras jugó un papel decisivo en esta revolución en que la mezclilla obrera desplazó a la corbata. El deterioro de los símbolos tradicionales de la autoridad fue el indicio más visible de un cambio profundo: la devaluación de la experiencia y la madurez. Antes del 68, la espontaneidad y la creatividad no eran los ejes torales de la teología, la política, la economía y, quizá, ni siquiera de la cultura. La tradición tenía un peso específico en la mentalidad pequeñoburguesa. El 68 se burló de la sensatez conservadora y activó un gen moderno, hasta ese momento aletargado: la idolatría al cambio. Aquellos jóvenes aceleraron el descrédito de la tradición.
“Si tiene el corazón a la izquierda, no tenga la cartera a la derecha”
La Ilustración burguesa es, por definición, crítica. Sin embargo, se trata de una crítica acotada por la funcionalidad y la sensatez. En ¿Qué es la Ilustración? Kant suaviza el ímpetu crítico y lo disuelve en un ejercicio compatible con la obediencia estándar. A la hora de la verdad, el uso público de la razón –someter las creencias al tribunal de la razón– respeta el statu quo. El soldado, sugiere Kant, debe acatar las órdenes del oficial, y el inferior ha de obedecer al superior. Sapere aude!, pensar por uno mismo: sí, siempre y cuando cumplamos con las obligaciones de nuestro cargo. Esto es el conservadurismo burgués.
La táctica kantiana se emparenta con la moral provisional de Descartes: aplicar la duda sistemática y universal, preservando las normas vigentes en tanto averiguamos si conviene abandonarlas. El conservadurismo burgués está dispuesto a reparar el barco, incluso a desarmarlo, si es menester. Pero no emprenderá los arreglos en altamar por miedo a hundir la nave.
“No a la revolución encorbatada”
La rebelión del 68 pretendió desmantelar este rescoldo de conservadurismo. La juventud perdió el respeto por el establishment: no temió cambiar el casco del barco a la mitad del océano. Al grito de “la imaginación al poder”, los capitanes prudentes, sobrevivientes de tantas tormentas, fueron defenestrados por marineros núbiles y audaces. La nueva generación arremetió contra el fetiche de la tradición que, a menudo, no era nada más que hipocresía. Y sin pretenderlo, nos despojaron de una coraza contra las inclemencias del mercado.
En Minima moralia (1951) Theodor Adorno avizoró el peligro: “tras la demolición pseudo-democrática de los formalismos, de la cortesía al viejo estilo [...] tras la aparente claridad y transparencia de las relaciones humanas, que ya no tolera nada indefinido, se anuncia la pura brutalidad. La palabra directa, que sin rodeos, sin vacilaciones ni reflexión, te dice en la cara cómo están las cosas, ya tienen la forma y el tono de una orden [...] La sencillez y objetividad de las relaciones que elimina todo oropel ideológico entre los hombres, ya se ha convertido en una ideología en función de la práctica de tratar a los hombres como cosas”. El mercado domesticó los desplantes de la juventud del 68.
El neorromanticismo sesentaiochero despojó a la burguesía de las reminiscencias aristocráticas (la vieja etiqueta, la veneración por la vejez) y poco más. Hoy no somos más críticos, ni más libres, ni más espontáneos, ni más creativos que quienes vivieron antes de 1968. Seguimos siendo tinta sobre un papel; individuos planos, hombres unidimensionales que aguardamos, con terror, la ancianidad.
– Héctor Zagal
Fuente: http://www.letraslibres.com/index.php?art=13179
Los fundamentos antropológicos de la educación*
Hace 3 semanas
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