El auditor aparece en el centro del patíbulo y, con voz monótona, rápidamente, lee el texto de la sentencia. Va enumerando, para cada uno, los crímenes de que es culpable y termina la exposición de los motivos con estas sencillas palabras: Condenado a pena de muerte.
Petrachevski, Mombelli, Grigoriev, Akchamurov¿ Nueve veces ya, el auditor ha pronunciado la sentencia. Añade: Dostoievski¿, condenado a pena de muerte.
Fiodor Mijailovich se estremece como si le sacaran de un sueño. La pena de muerte. En este momento, el sol atraviesa la niebla e ilumina la cúpula dorada de la iglesia Semenovski, en la que hay unas placas de nieve.
¡No es posible que nos fusilen!, exclama Dostoievski.
Pero Mombelli, por toda contestación, le muestra un carro cubierto con un toldo.
La tela marca vagamente la forma de los ataúdes.
Dostoievski no comprende aún. Maquinalmente, observa una verruga sobre la mejilla de un guardia, el reflejo de un botón de cobre. Mira ¿lo recordará toda la vida- cómo dobla el auditor su papel por los dobleces, cómo se lo mete en el bolsillo y se pellizca la oreja con la punta de los dedos, bajando lentamente los escalones del cadalso¿
En seguida, un pope le sustituye. Con voz emocionada pronuncia un sermón sobre el texto de san pablo: La redención del pecado es la muerte. Explica a estos desdichados que nada termina aquí abajo, y que una eterna bienaventuranza espera a los que saben arrepentirse. Luego, les da a besar el crucifijo; sólo Shaposhnikov, un hombre del pueblo, pide confesarse.
El castigo es desmesurado con relación al delito. No he merecido esto. Nadie ha merecido esto. La injusticia engrandece a estos miserables, que tiritan en el centro de la plaza sobre una plataforma de madera. Los eleva al rango de los mártires. Y ellos se dan cuenta. Y sienten con todo su corazón la voluptuosidad del sacrificio inútil. El asunto por el que nos habían juzgado, los pensamientos y las aspiraciones que nos llegaban al alma, no suscitaban en nosotros ninguna sensación de arrepentimiento; pero nos parecía que nuestro suplicio nos purificaría, en cierto modo, y que, gracias a él, muchos pecados nos serían perdonados, escribió Dostoievski en el Diario de un escritor. Sí, esta causa, sobre la que habían discutido a tontas y a locas, confrontando sus frívolos ensueños, pavoneándose, denigrando unas cosas y burlándose de otras, he aquí que les parece ahora sagrada, porque van a morir por ella.
El sacerdote ha bajado de la tarima. Dos hombres se acercan a los condenados: los verdugos, hopalandas. Suena el clarín. Los tambores repican en los campos, y este redoblar fúnebre repercute en los muros de los cuarteles. Disminuye y renace, obsesionante, ensordecedor, interminable¿ Los conjurados se han puesto de rodillas. Por encima de sus cabezas, los verdugos rompen espadas como símbolo de caducidad. Después, los revisten con vestidos blancos de tela de saco, con mangas largas y capuchas.
Atan a los tres primeros, Petrachevski, Mombelli y Grigoriev, a los postes, y los verdugos les bajan las capuchas sobre los ojos. Una orden tajante. Tres pelotones salen de las filas y se alinean delante de los condenados.
Dostoievski cierra los ojos. Es el sexto en la orden de ejecución. Está en el próximo turno. Dentro de cinco minutos estará atado a estos mismos postes. Una horrorosa angustia le embarga. No se deben perder estos cinco minutos. Hay que emplearlos lo mejor posible, extraer de ellos toda su esencia y toda su secreta alegría antes de caer en la noche. Divide en tres partes el tiempo que le queda para vivir. Dos minutos para decir adiós a sus amigos. Dos minutos para reflexionar. Un minuto para mirar por última vez el mundo.
Pero ¿sobre qué reflexionar, hacia dónde mirar? Tiene veintisiete años; está plenamente convencido de su fuerza y de su talento; y de pronto¿ la muerte. Existe, está vivo y, dentro de tres minutos, no será nada, o será otra cosa o alguien distinto. Aún mira la cúpula de la catedral. Y no puede apartar los ojos de esta cúpula deslumbrante de oro y sol. Le parece que, de un segundo a otro, estará sólo en presencia de esta tranquila luz. Formarán una sola cosa. Él se convertirá en esta claridad, en esta calma. Se sumergirá en lo desconocido. Un miedo convulsivo le sobrecoge: ¿Y si no muriese?... Si me fuera devuelta la vida¿ ¡Qué eternidad!... ¡Y todo sería para mí!... ¡Oh!, entonces se transformaría cada minuto en un siglo, no perdería ni uno solo, llevaría la cuenta de todos mis momentos para no gastar ninguno a la ligera¿
Mientras tanto, los soldados cargan sus fusiles y apuntan. El silencio hace daño. Un grito: ¡Fuego!, y estos cuerpos van a desplomarse sobre el suelo con una dejadez ridícula. Se los llevarán. Y los sustituirán por otros tres. Pero¿ ¿por qué no disparan?
Con una sangre fría perfecta, Petrachevski levanta su capucha para ver lo que ocurre. Un ayuda de campo agita su pañuelo. Tocan a retreta. Los verdugos desatan a Petrachevski, Mombelli y Grigoriev y los vuelven a llevar a la tarima.
El auditor se acerca de nuevo y lee, tartamudeando atrozmente, el indulto:
Habiendo merecido los culpables la pena de muerte, según la ley, son indultados por la clemencia infinita de Su majestad el emperador¿
Los trabajos forzados, el destierro¿ La alegría cae como un mazo sobre Dostoievski. ¡Salvado! ¡Qué importa todo lo demás! Veinte años más tarde, dirá a su mujer: No recuerdo ningún día tan feliz.
Tomado de la biografía Dostoievski de Henri Troyat, Ed. Vergara
Fuente: http://www.queleo.com.mx/Blog/Index.aspx
Petrachevski, Mombelli, Grigoriev, Akchamurov¿ Nueve veces ya, el auditor ha pronunciado la sentencia. Añade: Dostoievski¿, condenado a pena de muerte.
Fiodor Mijailovich se estremece como si le sacaran de un sueño. La pena de muerte. En este momento, el sol atraviesa la niebla e ilumina la cúpula dorada de la iglesia Semenovski, en la que hay unas placas de nieve.
¡No es posible que nos fusilen!, exclama Dostoievski.
Pero Mombelli, por toda contestación, le muestra un carro cubierto con un toldo.
La tela marca vagamente la forma de los ataúdes.
Dostoievski no comprende aún. Maquinalmente, observa una verruga sobre la mejilla de un guardia, el reflejo de un botón de cobre. Mira ¿lo recordará toda la vida- cómo dobla el auditor su papel por los dobleces, cómo se lo mete en el bolsillo y se pellizca la oreja con la punta de los dedos, bajando lentamente los escalones del cadalso¿
En seguida, un pope le sustituye. Con voz emocionada pronuncia un sermón sobre el texto de san pablo: La redención del pecado es la muerte. Explica a estos desdichados que nada termina aquí abajo, y que una eterna bienaventuranza espera a los que saben arrepentirse. Luego, les da a besar el crucifijo; sólo Shaposhnikov, un hombre del pueblo, pide confesarse.
El castigo es desmesurado con relación al delito. No he merecido esto. Nadie ha merecido esto. La injusticia engrandece a estos miserables, que tiritan en el centro de la plaza sobre una plataforma de madera. Los eleva al rango de los mártires. Y ellos se dan cuenta. Y sienten con todo su corazón la voluptuosidad del sacrificio inútil. El asunto por el que nos habían juzgado, los pensamientos y las aspiraciones que nos llegaban al alma, no suscitaban en nosotros ninguna sensación de arrepentimiento; pero nos parecía que nuestro suplicio nos purificaría, en cierto modo, y que, gracias a él, muchos pecados nos serían perdonados, escribió Dostoievski en el Diario de un escritor. Sí, esta causa, sobre la que habían discutido a tontas y a locas, confrontando sus frívolos ensueños, pavoneándose, denigrando unas cosas y burlándose de otras, he aquí que les parece ahora sagrada, porque van a morir por ella.
El sacerdote ha bajado de la tarima. Dos hombres se acercan a los condenados: los verdugos, hopalandas. Suena el clarín. Los tambores repican en los campos, y este redoblar fúnebre repercute en los muros de los cuarteles. Disminuye y renace, obsesionante, ensordecedor, interminable¿ Los conjurados se han puesto de rodillas. Por encima de sus cabezas, los verdugos rompen espadas como símbolo de caducidad. Después, los revisten con vestidos blancos de tela de saco, con mangas largas y capuchas.
Atan a los tres primeros, Petrachevski, Mombelli y Grigoriev, a los postes, y los verdugos les bajan las capuchas sobre los ojos. Una orden tajante. Tres pelotones salen de las filas y se alinean delante de los condenados.
Dostoievski cierra los ojos. Es el sexto en la orden de ejecución. Está en el próximo turno. Dentro de cinco minutos estará atado a estos mismos postes. Una horrorosa angustia le embarga. No se deben perder estos cinco minutos. Hay que emplearlos lo mejor posible, extraer de ellos toda su esencia y toda su secreta alegría antes de caer en la noche. Divide en tres partes el tiempo que le queda para vivir. Dos minutos para decir adiós a sus amigos. Dos minutos para reflexionar. Un minuto para mirar por última vez el mundo.
Pero ¿sobre qué reflexionar, hacia dónde mirar? Tiene veintisiete años; está plenamente convencido de su fuerza y de su talento; y de pronto¿ la muerte. Existe, está vivo y, dentro de tres minutos, no será nada, o será otra cosa o alguien distinto. Aún mira la cúpula de la catedral. Y no puede apartar los ojos de esta cúpula deslumbrante de oro y sol. Le parece que, de un segundo a otro, estará sólo en presencia de esta tranquila luz. Formarán una sola cosa. Él se convertirá en esta claridad, en esta calma. Se sumergirá en lo desconocido. Un miedo convulsivo le sobrecoge: ¿Y si no muriese?... Si me fuera devuelta la vida¿ ¡Qué eternidad!... ¡Y todo sería para mí!... ¡Oh!, entonces se transformaría cada minuto en un siglo, no perdería ni uno solo, llevaría la cuenta de todos mis momentos para no gastar ninguno a la ligera¿
Mientras tanto, los soldados cargan sus fusiles y apuntan. El silencio hace daño. Un grito: ¡Fuego!, y estos cuerpos van a desplomarse sobre el suelo con una dejadez ridícula. Se los llevarán. Y los sustituirán por otros tres. Pero¿ ¿por qué no disparan?
Con una sangre fría perfecta, Petrachevski levanta su capucha para ver lo que ocurre. Un ayuda de campo agita su pañuelo. Tocan a retreta. Los verdugos desatan a Petrachevski, Mombelli y Grigoriev y los vuelven a llevar a la tarima.
El auditor se acerca de nuevo y lee, tartamudeando atrozmente, el indulto:
Habiendo merecido los culpables la pena de muerte, según la ley, son indultados por la clemencia infinita de Su majestad el emperador¿
Los trabajos forzados, el destierro¿ La alegría cae como un mazo sobre Dostoievski. ¡Salvado! ¡Qué importa todo lo demás! Veinte años más tarde, dirá a su mujer: No recuerdo ningún día tan feliz.
Tomado de la biografía Dostoievski de Henri Troyat, Ed. Vergara
Fuente: http://www.queleo.com.mx/Blog/Index.aspx
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