Los edificios azules del Circuito cultural Mario de la Cueva constituyen una unidad singular, flanqueada por ríos de lava cristalizada, esculturas de condición abstracta y una vegetación abundante, que está todavía fresca por las lluvias, que este año de 2006 se han prolongado más de lo acostumbrado. En su despacho, una mesa de trabajo, la computadora y muchos libros.
Familia y primeros estudios
P. Cuéntenos, para empezar, algo de sus raíces…
R. Mi familia paterna, de origen francés, procede de Louisiana. Allí, en Saintmartinville, cerca Baton Rouge, la capital del estado, se asentaron los míos. Mi padre, que había nacido de en el seno de una de esas familias, pero en unas tierras que tenían en Honduras británica, trabajaba en EE.UU. y se trasladó a México a hacer una auditoria a la acería de Peñoles, que entonces era propiedad de los norteamericanos. Durante la auditoria conoció a mi madre, que trabajaba en una papelería y librería, a donde continuamente iba acomprar un borrador, una pluma… hasta que se quedó y se casaron.
Nací en la ciudad de Torreón, en el estado de Coahuila, México, el 4 de marzo de 1950. Hemos sido siete hermanos (seis varones y una mujer). Yo soy el mayor, y tenía que cargar con todos mis hermanos como si fuera un pelotón. Hacíamos muchas travesuras, y yo, como el mayor, tenía que cargar con toda la responsabilidad.
P. ¿Qué recuerda de la apacible vida familiar de esos años?
R. Mi padre, que era contador, tenía como afición o hobby la filatelia. Yo trataba de imitarlo y tenía también mi pequeño álbum, donde guardaba las estampillas y timbres que venían defectuosos, o que le sobraban. Creo que con él aprendí a clasificar, a ordenar, en definitiva a investigar. Recuerdo que todas las noches, un rato, me sentaba junto a su sillón (yo era muy pequeño), y escuchábamos el radio: él captaba en onda corta estaciones de Es- tados Unidos, en inglés, y yo oía ese idioma que no era el mío, pero era el suyo, una lengua extraña, no el español, de mi madre. Le gustaba la música clásica, una música extraña para mí, distinta de la música popular mexicana que se escuchaba en aquel entonces. Muy afable, mi padre consentía que estuviera yo junto a él, junto a su sofá, ordenando timbres y estampillas en nuestros álbumes filatélicos (por supuesto que sólo el suyo era de verdad).
P. ¿Dónde aprendió las primeras letras?
R. En el colegio de los jesuitas, de mi ciudad natal, la Escuela primaria «Carlos Pereyra». Llevaba el nombre de ese gran historiador mexicano, de mi estado de Coahuila. Allí me gustó la historia, que leía con mucho gusto y aprendía con la buena memoria que entonces tenía. Los jesuitas en aquel entonces fomentaban mucho la competencia entre los alumnos, y competía con los demás de mi curso para aprender de memoria los trozos principales de la historia patria.
P. ¿Cómo fue que se pasó al colegio de los redentoristas?
R. Después de los estudios primarios, en 1961 ingresé al Seminario San Alfonso María de Ligorio, de los padres redentoristas, en la ciudad de San Luis Potosí. Yo había sido monaguillo y tenía una cierta inquietud por ser sacerdote, pero no distinguía bien entonces entre ser diocesano o religioso. Los redentoristas tenían un colegio seminario con un nivel muy bueno de enseñanza. El noviciado estaba en un lugar en el campo, de nombre Tlalpizahua. A mí me pareció muy ameno, por ese contacto con el campo.
P. Así que, buscando concretar su vocación, probó primero con los redentoristas…
R. En efecto. Con los redentoristas estudié lo que corresponde a la secundaria y a la preparatoria, de 1961 a 1967, con vistas a entrar en el noviciado. Recibí una enseñanza humanística de gran calidad, de las humanidades en sentido clásico, sobre todo centrada en la historia y la literatura. Recuerdo que era una enseñanza muy buena la que ahí se impartía. El profesor de literatura, Padre Macario Barrón, había sido discípulo de Amado Alonso, creo que en la Universidad de Granada. Yo estoy muy agradecido a esa congregación.
P. Y llegó a la edad en que los adolescentes devoran los libros y escriben poesía…
R. También me llegó ese momento. Comencé con un gran interés por la literatura, tanto narrativa como poética. Después de unos pocos intentos en el cuento, entré de lleno a la poesía. Había realizado en el mencionado seminario redentorista estudios de lenguas, literatura e historia. Mucho latín y bastante griego. Se llevaban seis años de latín y tres de griego, a partir del cuarto año y hasta le sexto. Disfruté mucho la literatura clásica. Las fábulas de Esopo, las cartas de Cicerón, su De amicitia, el Somnus Scipionis, y varios de sus afamados discursos. El De bello gallico y el De bello civili, de Julio César. También me familiaricé con Virgilio, Catulo y Horacio. Tomé contacto con la preceptiva literaria, tanto retórica como poética. Igualmente con la literatura castellana y mexicana. Leíamos bastante de los escritores del Siglo de Oro. Me interesaban especialmente los barrocos, entre ellos, Góngora y Quevedo, sobre todo este último. De los modernos, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre y Pedro Salinas. Diariamente escribía poemas por esos años.
P. Poco deporte, por lo que veo…
R. No, no. Afortunadamente el deporte era obligatorio, y eso me ayudó a encontrar esparcimiento, y no clavarme sólo en los libros. También se promovían mucho las excursiones a la sierra, donde hacíamos caminatas muy largas.
P. En esos años todavía no estaba bien determinada su vocación…
R. Lo ha dicho usted muy bien. Al terminar las humanidades comencé mi noviciado con los redentoristas. Pasado ese año, entré en el bienio filosófico. Al concluirlo, mis formadores, que eran religiosos muy rectos y de gran corazón, y sólo buscaban el bien de mi alma y mi felicidad, me comunicaron que les parecía que mi vocación no encajaba con ellos. Me dijeron que ellos eran misioneros y que, como me gustaba tanto el estudio, no me veían en tierras de misión. Que me lo pensase bien; que quizá lo mío podía ser jesuita o dominico.
P. ¿Y qué hizo entonces? ¿Quizá mucho desconcierto?
R. Alguna perplejidad ciertamente. Sin embargo, no perdí la paz. Empecé a darme cuenta de que las diversas familias religiosas tienen diferentes funciones, lo que ahora llamamos el carisma de cada una. Había distintos carismas, y yo tenía que buscar el que constituía mi vocación más específica. Así que llegué a sentirme mejor de ánimo, porque si elegía bien podría rendir más con mi trabajo. Aunque ya conocía a los jesuitas de la primaria, que había cursado en un colegio de la Compañía, hice un año de escolasticazo con ellos, para probar, siendo todavía redentorista. Después, me dispuse a entrar en contacto con los dominicos. Había tenido ya alguna relación con dos frailes dominicos. Todavía recuerdo que me recibió un padre belga de nombre Rafael Gerard. Entre tanto, y para no retrasarme en mi formación, trasladé mis estudios al ISEE (que tenía su sede en el Seminario diocesano), mientras tomaba una decisión. Finalmente comprendí que lo mío era entrar en la Orden de Predicadores, tan amante del estudio. Hice entonces un año de noviciado con ellos, durante el curso 1971/72 y continúe después con los tres de Teología, otra vez en el ISEE.
La especialización filosófica y la ordenación sacerdotal
P. Es posible que ya por esos años se iniciase su gusto por la filosofía…
R. Mi encuentro con la filosofía fue tempranero, apenas adolescente. Cuando estaba con los redentoristas, un primo mío redentorista fue becado para estudiar en Lovaina. Había oído la palabra «filosofía», pero sólo entonces me llamó la atención. Ese mismo primo me decía que era el más alto saber humano y eso me motivó. Con quince años comencé a leer la Introducción a la filosofía de del jesuita Julio Dávila. Su texto fue mi primera lectura de este género. Leí también los ligeros cursos de José Rafael Faría Bermúdez, tomista colombiano; Las grandes corrientes de la filosofía, de Miguel Bueno, que sería compañero muchos años después en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Leí así mismo la Filosofía elemental de Jaime Balmes y las Corrientes actuales de la filosofía, de Enzo Paci; la Historia de la filosofía griega (la breve, no la larga) de Hunter Guthrie y varios de los Diálogos de Platón. Me enteré de algunas partes de la Enciclopedia filosófica de Georg W. F. Hegel. Igualmente accedí a varias obras de Sigmund Freud en la muy discutible editorial Iztaccíhuatl. Leí la Lógica de las ciencias de Francisco Larroyo y Miguel Ángel Cevallos, y la Historia de la filosofía de Wilhelm Dilthey. Poco a poco se iba consolidando mi afición por los temas filosóficos, si bien mis lecturas no obedecían propiamente a un plan orgánico ni me distraían de las demás actividades, que eran las fundamentales en esos años. Con todo, mis formadores atisbaron ya, como he dicho antes, que mi camino no iba por la vida pastoral misionera, que podría ser más feliz por otros derroteros y, sobre todo, que en ellos podría ser más útil a la Iglesia.
P. Esta afición no aminoró, sino todo lo contrario, en los años de búsqueda de su verdadera vocación religiosa…
R. Es cierto. Mientras buscaba mi lugar canónico, por así decir, y para no retrasarme en los estudios, me matriculé algún tiempo en el Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos, que tiene su sede en el Seminario Conciliar de México. El ISEE cuenta con una magnífica biblioteca, que ahora lleva el nombre de Héctor Rogel, en honor de su creador. Me gustó mucho el Santo Tomás de Frederick Copleston y, aprovechando que sabía latín, leí a San Agustín, Santo Tomás y San Buenaventura; y, como tenía fresco el griego, estudié a los presocráticos en la edición de Diels-Kranz, y devoré a Aristóteles. También pude leer las obras de Martin Heidegger sobre la poesía, en traducciones de Samuel Ramos y Juan David García Bacca. No obstante, prefería a Platón, y la línea platónica o neoplatónica, por ejemplo, a Plotino, a San Agustín, San Buenaventura y Raimundo Lulio. Tras un tiempo de gran entusiasmo por Duns Escoto –tuve la Summa de sus obras hecha por Jerónimo de Montefortino–, me incliné por Aristóteles y Santo Tomás. Como seguía con la poesía, me interesé también en la estética. Estudiaba los textos que nos daban en el ISEE: el Curso de filosofía tomista, de la editorial Herder (del cual eran autores Roger Verneaux, Paul-Bernat Grenet, Michel Grison, Jean-Marie Aubert y René Simon), la historias de la filosofía de Frederick Copleston y Guillermo Fraile. También a Jacques Maritain y a Étienne Gilson.
P. Su afán por la filosofía se consolidó al ingresar en la Orden de los Predicadores.
R. Cuando en 1971 me pasé de los redentoristas a los dominicos, me interesé aún más en la línea dominicana, como San Alberto, Santo Tomás y Eckhart. La poesía dejó notoriamente lugar a la mística, y la filosofía se hizo muy metafísica para mí. Siempre estuvo la escolástica, orientada a la teología a través de la metafísica. En mis estudios teológicos se notaba esa presencia de la mística junto a la escolástica (Meister Eckhart, Sor Isabel de la Trinidad, Réginald Garrigou-Lagrange).
P. Y en éstas tuvo lugar su salto a Europa.
R. En 1973 fui a Friburgo de Suiza, a profundizar mis estudios de filosofía, aunque por cuestiones de salud tuve que regresar a México en 1974. En aquella Universidad Católica, encomendada originalmente a los dominicos en un cantón suizo de habla francesa, me inicié en la filosofía analítica, con Joseph M. Bochenski (2) y Guido Küng. Allí estudié a Aristóteles y Santo Tomás con Marie-Dominique Philippe y Joseph Lorite, filosofía medieval con Louis Bertrand Geiger, autor de un tratado memorable sobre la relación en Santo Tomás, y con Rüdi Imbach, que ahora está en París y entonces era muy joven. Ya nuevamente en México, proseguí la teología (en el mismo ISEE) e hice estudios de filosofía en la UNAM. En la UNAM tuve grandes maestros: Adolfo Sánchez Vázquez, Eduardo Nicol, Mario Bunge, Jaime Labastida, José Antonio Robles, Hugo Padilla. Pero allí estuve como alumno sólo dos años, porque encontré la manera de revalidar mis estudios (me refiero a los estudios realizados en el studium generale de los dominicos) en el Instituto Superior Autónomo de Occidente, después Universidad del Valle de Atemajac, en Guadalajara, dependiente de la diócesis, y en ese Instituto saqué la licenciatura con una tesis sobre la Estructura y función de la metafísica de Aristóteles. Con ello pude entrar al postgrado (maestría y doctorado) en la Universidad Iberoamericana.
P. En este momento vino la ordenación sacerdotal.
R. Fui ordenado el 3 de abril de 1976. Como preparación para la ordenación, hice un retiro con unas benedictinas de Cuernavaca, junto a la capital, que me sirvió muchísimo y me hizo darme cuenta reposadamente de la gran ilusión que tenía. Todavía voy cuando puedo a ese monasterio de benedictinas, y parece que recupero esa ilusión aun hoy. Me ordenó Monseñor Lomelí, obispo auxiliar que vivía en el Seminario Conciliar de México.
La Iberoamericana y primeros pasos en la UNAM
P. Con el sacerdocio recién estrenado, se reincoporó a la docencia e investigación.
R. Después de mi ordenación como sacerdote dominico, reanudé mi docencia, esta vez en el ISEE, de 1976 a 1979, y en la Universidad Iberoamericana, primero en la licenciatura, de 1976 a 1978, y, desde ese último año, en el postgrado, hasta 1988. En la Iberoamericana hice mis primeras grandes amistades del mundo académico mexicano: el P. Dr. José Rubén Sanabria, que conocía del ISEE, Miguel Mansur, Jaime Ruiz de Santiago, Miguel Ángel Zarco, Medardo Plasencia y tantos otros. Todos ellos me ayudaron. Organizábamos seminarios de discusión, donde lo pasábamos muy bien y aprendíamos mucho. Elegíamos un autor y leíamos lo más que podíamos de él ese semestre y discutíamos sus ideas. De ese modo fuimos un grupo de amigos muy unidos y a la vez un grupo de ardua discusión filosófica.
P. Pero había que acabar los grados académicos…
R. Es verdad. En 1978 obtuve en la Ibero la maestría, con una tesis sobre la Análisis semiótico de la metafísica, dirigida por el Dr. Jorge A. Serrano, y en 1980 obtuve el doctorado con la tesis El problema de los universales, que dirigió el Prof. Fernando Sodi Pallares. La última, la de doctorado, fue publicada como libro en la UNAM, en 1982. Como puede apreciar, desde el primer momento hice una opción intelectual, que no abandonaría ya más y que ha resultado fecunda, gracias a Dios. Desde el tomismo el salto a la filosofía analítica.
P. Y enseguida, el paso a la Universidad Nacional Autónoma de México…
R. Mientras tanto, sin dejar la Iberoamericana, comencé a enseñar en el postgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Corría el año 1979. En ese postgrado de la UNAM enseñé primero filosofía medieval. Reconstruía, si así se puede hablar, la filosofía medieval a partir de la filosofía analítica. Expresaba con lógica matemática la lógica de los medievales. Era una historia de la filosofía en registro analítico. Llamó la atención mi familiaridad con la filosofía analítica, que yo comenzaba a cultivar tanto de la mano de Santo Tomás, como de mis maestros suizos Bochenski y, sobre todo, de su discípulo Guido Küng. Por ello me llamaron, en ese mismo año de 1979, al Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Entré como investigador en Filosóficas, donde estuve hasta 1991, año en que me cambié al Instituto de Investigaciones Filológicas, que me ofreció la coordinación del Centro de Estudios Clásicos.
P. En esos años también se despertó su interés por la Filosofía colonial.
R. Debo esa línea de investigación al gran maestro Leopoldo Zea (3). Recuerdo que me dijo en cierta ocasión: «Haga algo por México. Usted es medievalista y nos puede rescatar toda la parte escolástica novohispana». Se lo agradecí mucho, y de este modo, además de ser filósofo medievalista y filósofo analítico, comencé a traducir y a estudiar los filósofos novohispanos. El Dr. Enrique Villanueva, que ese momento era director de Filosóficas, se interesó también en este legado escolástico, y me permitió tener dos proyectos de investigación simultáneos: uno de carácter analítico y otro sobre los filósofos escolásticos novohispanos.
Interés por la Metafísica
P. Sin embargo, nunca abandonó la metafísica.
R. En 1967, con diecisiete años, oí a uno de mis profesores redentoristas, el padre español Enrique García Santamaría, que la metafísica era la disciplina que daba el conocimiento más perfecto y que era la más perfectiva del hombre y la más perfecta en sí misma. En 1968, cuando estudiaba filosofía en el ISEE del Seminario Conciliar de México, en espera de definir mi vocación, me di cuenta de que la búsqueda del sentido era la búsqueda del sentido del ser. La formulación de esto la encontré en el opúsculo de Martin Heidegger, traducido por Juan David García Bacca en 1944, titulado La esencia del fundamento, donde recoge la famosa frase de Leibniz: «¿Por qué el ser y no más bien la nada?». Era el sentido del todo. Fue un acto de universalización. Desde entonces me enamoré de la metafísica. La estudié en Aristóteles, en algunos manualistas tomistas como Régis Jolivet, Paul-Bernard Grenet, Johannes-Baptist Lotz y Ángel González Álvarez, y además leí a Martin Heidegger y a Nicolai Hartmann. Pero, ya en 1969, cayó en mis manos la proclama antimetafísica más tremenda del positivismo lógico. Además de todos los enemigos que la metafísica había tenido: empiristas, kantianos y tantos otros, ahora tenía a los positivistas lógicos y analíticos del lenguaje. Era el artículo de Rudolf Carnap: La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje, publicado por el Centro de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, después Instituto, en el que pasaría yo doce largos años (1979-1991). Me tranquilizó y me ayudó el artículo de Luis Villoro, después gran amigo mío en dicho Instituto, que llevaba por título: La crítica neopositivista de la metafísica, en la revista Diánoia de 1968. Entonces comprendí que no podía aceptar y cultivar la metafísica de modo acrítico, sino tomando en cuenta a sus atacantes, por lo menos a los más serios. Por ese entonces me lo parecieron los positivistas y analíticos. Por ello empecé a interesarme por la filosofía analítica, desde mi filosofía tomista, como ya le he dicho.
P. Nunca abandonó el tomismo.
R. Es cierto. De 1970 a 1973 seguí profundizando en el tomismo, aunque leía a Ludwig Wittgenstein, a Bertrand Russell, a Alfred Jules Ayer y a Peter Geach. Durante el curso 1973-1974, en Friburgo, pude estudiar lógica matemática con un asistente de Bochenski, estadounidense-polaco, apellidado Novack, y filosofía analítica con el suizo Guido Küng, que ya he citado. Estuve poco tiempo en Suiza, por cuestiones de salud, pero esa estancia me sirvió para encaminarme a una ulterior profundización de esos temas. Allí capté que el problema más importante, no sólo lógico, sino también metafísico, había sido y era el de los universales. Bochenski había tratado de modo nuevo ese asunto a fines de los 50, en una visita a la Universidad de Notre Dame, en Indiana, en polémica con Alonzo Church (platónico) y Nelson Goodman (nominalista). Bajo su dirección, Guido Küng había elaborado una tesis doctoral sobre ese problema y la había publicado en alemán (4) y en inglés, ésta última edición ampliada (5). En ese momento comprendí que la filosofía analítica podía ser compatible con la metafísica, a pesar de los derroteros que había tomado la lógica desde los tiempos de Carnap (6). Es más, me había percatado ya de que la filosofía analítica se había vuelto contra la metafísica, como lo hacía ver Gabriel Ferrater Mora en su obra Cambio de marcha en filosofía (7).
P. Así, pues, de regreso a México continuó con la lógica matemática.
R. De regreso en México, estudié dos años (1974-1976) en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en estrecho contacto con la Iberoamericana. Hice un par de años de filosofía, aunque no terminé en la UNAM, sino que me pasé a la Iberoamericana, porque allí me dieron trabajo, cuando era director del Departamento de Filosofía el Mtro. Miguel Mansur. En Revista de Filosofía, de la Ibero, del año 1975, publiqué un trabajo sobre Rudolf Carnap y su crítica a la metafísica. Uno de los mayores promotores de la ontología era, por aquellos años, Willard van Orman Quine. Apoyándome en él trabajé los universales, y publiqué un artículo en Teoría, revista de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en ese mismo año de 1975, invitado por mi amigo Adolfo García de la Sierra, quien era becario de José Antonio Robles y adjunto de Mario Bunge. Estos dos profesores también cultivaban la metafísica dentro de la analítica; el primero, en el preciso tema de los universales y el segundo, desde la filosofía de la ciencia. Ambos me animaron a esa aventura metafísica («compañero de la aventura metafísica», me llamaba Bunge en la dedicatoria que me escribió en un ejemplar de su obra Causalidad). Asesorado por el propio Bunge, escribí un artículo sobre su metafísica científica, que vio la luz en la Revista de Filosofía de la Ibero, en 1977.
Siguieron otros artículos sobre los universales, a propósito de Ludwig Wittgenstein, John Langshaw Austin, Meter Frederick Strawson, Gustav Bergmann, pero también sobre la filosofía de la religión en esa corriente. Igualmente sobre el conocimiento, y especialmente sobre la cada vez más pujante metafísica en ese estilo de filosofar. De 1979 a 1983 publiqué artículos comparando los principales temas de la metafísica en el tomismo y en la filosofía analítica. Así surgieron dos libros: Filosofía analítica, filosofía tomista y metafísica (8) yLógica y ontología (9). Otra serie de artículos, de talante analítico, cuajó en el libro Conocimiento, causalidad y metafísica (10).
P. Se hallaba usted en la vertiente de la lógica matemática.
R. En efecto. Dado que una fuente de crítica a la metafísica era el positivismo lógico o filosofía analítica de cierto momento, y dado que se resaltaba mucho el análisis lingüístico, me polaricé hacia la lógica matemática y la filosofía del lenguaje, sobre todo de corte analítico. Así estudié en 1978 el problema de la metáfora y del lenguaje poético y, en 1979, presenté, en el Congreso Nacional de Filosofía, algo sobre la semiótica del lenguaje en primera persona. Mientras tanto había trabajado en una elaboración sistemática de algunos temas de semiótica, y pude dar a las prensas mi tratado Elementos de semiótica (11), que fueron muy bien acogidos por el público especializado.
P. ¿Qué conclusiones había alcanzado por entonces?
R. Que, en cuanto a la metafísica, el problema era semántico: cómo asegurar el sentido a sus enunciados y su referencia mediante algún tipo de verificación. Pero pasó el verificacionismo de Carnap, y llegó el falsacionismo y demarcacionismo de Karl Popper. Entonces el enemigo fue el conductismo de Burrhus Frederic Skinner, que daba una explicación del lenguaje muy cerrada. Por ello le opuse una psicología mentalista, intencionalista, que aceptaba entidades mentales. Me opuse a Quine, el extensionalista y conductista, y fui a los intencionalistas como Chisholm, Searle, etc. Pero también me di cuenta de que hacía falta recuperar la tradición escolástica (no sólo medieval, sino post-medieval) de la filosofía del lenguaje. De esta forma estudié algunos puntos de filosofía del lenguaje en los medievales, que desembocaron en el libro La filosofía del lenguaje en la Edad Media 12. Seguí escribiendo artículos de índole histórica, que fueron reunidos en Aspectos históricos de la semiótica y la filosofía del lenguaje (13).
Traducciones y recuperación del legado medieval y renacentista
P. Filosofía analítica y metafísica, y también edición de textos.
R. Como ya le he comentado, trabajaba la metafísica escolástica, que ponía en diálogo con la analítica. En 1970 había comenzado a estudiar la Metafísica de Aristóteles; y, desde 1972, algunos de sus comentaristas escolásticos, como San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. Reuní esos trabajos, junto con un panorama del desarrollo de la metafísica en la filosofía analítica, en el libro Estructura y función de la metafísica (14). En 1981 salió otro libro El problema de los universales, al que había dedicado mucho esfuerzo desde hacía tiempo (15).
P. También ha trabajado originales casi desconocidos, rescatándolos del olvido…
R. En efecto. En 1973 había conseguido el texto del comentario a la Metafísica de Aristóteles hecho por Francisco de Araújo, dominico español de los siglos XVI-XVII, que enseñó en Salamanca. Lo fui estudiando poco a poco, y pude publicar cuatro monografías entre 1987 y 1994 (16). Araújo me parece importante, porque hace una excelente síntesis de las doctrinas tomistas y porque es, por así decir, el defensor de Cayetano frente a Suárez, que ya empezaba, por la misma época, a ser el escolarca de la Compañía de Jesús.
P. Fue también el período de las traducciones y de los estudios sobre la filosofía novohispana.
R. Tiene razón. Así traduje del latín los Tractatus o Súmulas de Pedro Hispano y gran parte del Ars Logica de Juan de Santo Tomás. Igualmente los Comentarios lucidísimos a las Súmulas de Pedro Hispano de Tomás de Mercado, y su Tratado de los predicamentos. De Fray Alonso de la Vera Cruz, el Libro de las falacias y el Tratado de los tópicos dialécticos. Publiqué tres libros, con Walter Redmond: La lógica mexicana en el siglo de oro (17),Pensamiento y realidad en Alonso de la Vera Cruz (18) yLa teoría de la argumentación en el México colonial (19). Y otro libro con Jorge Iñiguez, titulado El pensamiento filo- sófico de Tomás de Mercado: lógica y economía (20). Con Walter Redmond, que fue contratado por Enrique Villanueva, formé un equipo magnífico. Redmond, que era ya un gran lógico, se había interesado por los lógicos novohispanos de la mano del argentino Ignacio Angelelii, entonces profesor en la Universidad de Austin, en Texas.
P. Imagino que, además de los libros y publicaciones, fueron años de nuevas amistades…
R. Fueron años estupendos y de mucho trabajo, pero también de grandes amistades. En el Instituto de Investigaciones Filosóficas conocí y traté a varios buenos filósofos analíticos, como Luis Villoro, Alejandro Rossi, Fernando Salmerón, Hugo Margáin, Enrique Villanueva, José Antonio Robles, Raúl Quesada, Carlos Ulises Moulines, Mark Platts, Raúl Orayen, Javier Esquivel, León Olivé, Alejandro Tomasini, Guillermo Hurtado. El principal trabajo que teníamos, además, por supuesto, del proyecto de investigación de cada quién, era el seminario de los miércoles. En ese seminario de los miércoles cada uno exponía un trabajo, principalmente sobre la investigación que realizaba; había un replicante especial, y todos participaban en la discusión. Duraba dos horas, la primera hora se dedicaba a la lectura del trabajo por parte del investigador en turno y a la primera discusión que hacía el replicante; en la segunda hora todos los asistentes participábamos en la discusión, que a veces era muy acalorada. Lo más curioso es que, si el replicante no destruía casi todas las tesis del texto, parecía que no había trabajado bien; y entonces todos la emprendíamos contra todas las tesis del texto. Como se ve, eran discusiones al estilo de la filosofía analítica, con mucha garra, pero también me recordaban las disputas escolásticas, porque, hay que decirlo, se llevaban con mucha lógica y teoría de la argumentación.
P. Se ha referido usted al tomismo como la estructura fundamental de su pensamiento. ¿En qué medida puede decirse esto?
R. Mi pensamiento es tomista. Un tomismo que procura actualizarse, renovarse, ser dinámico. En diálogo con diversas doctrinas contemporáneas. Desde él trato de estructurarme la realidad. El Aquinate me ayuda, sobre todo con sus principios y sus ideas maestras, a articular mi pensamiento. Me da la categorización de lo real. ¿Anacronismo? ¿Nostalgia del pasado? No lo creo. No me interesa rescatar la parte caduca, la más vinculada al tiempo en que se dio, como la «ciencia» de aquel momento: ni natural ni social. Pero sí me interesa recoger y potenciar muchos conceptos y principios que pueden revitalizar incluso esas ciencias. En especial la metafísica, claro que al trasluz de las discusiones recientes, como las de la filosofía analítica y después las de la postmodernidad. Lo mismo la lógica. Donde veo más riqueza es en la ética tomista, que aún tiene mucho que decir, sobre todo en su aplicación a lo económico, político y social. A ello quiere responder una monografía que publiqué hace quince años, titulada La filosofía social de Santo Tomás (21).
P. No parece que Santo Tomás de Aquino esté muy de moda en México…
R. Tiene razón. Era necesario poner al alcance de muchos los textos del Aquinate. En esta línea de servicio está la antología de Tratados de Santo Tomás (22), que se ha vendido bien y que ha contribuido a famliarizar a los lectores curiosos con algunos pasajes básicos de Aquino. También era necesaria una introducción a la filosofía de Santo Tomás. Había ya algunas muy buenas, como la de Frederick Copleston, Cornelio Fabro, Raúl Echauri, James Weisheipl y otras; pero quise hacer algo nuevo. Esto fue la Iniciación a la filosofía de Santo Tomás de Aquino, que tuvo dos ediciones en la UNAM (en el Instituto de Investigaciones Filológicas, en 1992) y otra de la Escuela Nacional Preparatoria (en 1994), esta última indicando que podía servir para los estudiantes de bachillerato, que eran los más necesitados de esta guía para introducirse en el tomismo. Además, los estudiantes podían apoyarse en Ensayos marginales sobre Aristóteles (23).
Semiótica y hermenéutica
P. A esto ha respondido su dedicación a la semiótica, el estudio del signo en general, que ahora ha tenido tanta difusión. ¿Cómo se ha dado esta trayectoria?
R. Muy relacionada con la lógica y, todavía más, con la filosofía del lenguaje, se encuentra la semiótica. Aunque en algunos momentos se ha tratado en la lógica o en la filosofía del lenguaje, la semiótica es más amplia y engloba a las dos. Ella trata del signo en general, y ellas versan sobre sistemas determinados de signos.
P. Díganos muy brevemente qué es la semiótica.
R. Es la disciplina que estudia el signo en general; no solamente el signo lingüístico, sino toda clase de signos (semáforos, banderas, flores, símbolos culturales...). Al lado de la semiología de Saussure, y casi contemporáneamente, Peirce fundó la semiótica. Uno de los que más la han desarrollado, Charles Morris, la divide en sintaxis, semántica y pragmática. La primera estudia las relaciones de los signos entre sí (la coherencia); la segunda, las relaciones de los signos con los objetos (la correspondencia); y la tercera, las relaciones de los signos con los usuarios (el uso).
P. Bueno, ya nos hemos enterado, más o menos. ¿Qué hizo usted en este campo?
R. A esa inquietud responden mis Elementos de semiótica, que ya he citado antes. Alli reuní las lecciones que dicté en la Iberoamericana en la asignatura «Semiótica y filosofía del lenguaje», de 1977 a 1979. Tuvo reedición en la Universidad Veracruzana, Xalapa, 1993. Fue uno de los primeros textos, en México, en tratar a Charles S. Peirce (24), destacando su importancia y dedicándole un amplio capítulo. También fue uno de los primeros textos en ofrecer un capítulo sobre la semiótica tomista, siguiendo la guía de Juan de Santo Tomás. Volví a tratar sobre Juan de Santo Tomás (Juan Poinsot), en relación con Domingo de Soto y Francisco Araújo, en Significado y discurso. La filosofía del lenguaje en algunos filósofos escolásticos post-medievales (25). Otros temas de semiótica, en concreto sobre el lituano Algirdas Julius Greimas, se trabajaron en Signo y lenguaje en la filosofía medieval (26).
P. Pero, también, otro campo al que ha dedicado sus esfuerzos es la hermenéutica, en la que ha realizado una aportación que cada vez se va reconociendo más, a saber, la hermenéutica analógica. ¿Cómo sucedió esto?
R. Se coloca en la línea de mi diálogo con el pensamiento contemporáneo desde el tomismo. De hecho, como indica su nombre, una hermenéutica analógica está inspirada en Santo Tomás, que fue el gran defensor de la analogía, hasta el punto de ser el campeón del pensamiento analógico (no en el sentido que se emplea hoy en la tecnología electrónica). Claro que la noción de analogía es muy antigua y viene desde los presocráticos, concretamente de los pitagóricos, que la veían como proporción matemática. Estos la aplicaron a la filosofía, como buscando un ideal de proporción, armonía y orden. De ellos pasó a Platón, que la aplicó en sus mitos, todos tan poéticos. De él la recibió Aristóteles, que le dio un andamiaje teórico formidable. Se transmitió a la Edad Media, en que tuvo su gran defensor en Santo Tomás, y fue combatida por los franciscanos como Juan Duns Escoto y Guillermo de Ockham. En el renacimiento, el Cardenal Cayetano le dio cierta formalidad. Atravesó el barroco, decayó en la modernidad, sobre todo en la Ilustración y durante el reinado del positivismo, pero fue recuperada por los románticos y ha llegado hasta la actualidad. En tiempos recientes ha encontrado un resurgimiento muy importante. Por eso me pareció que era necesario incorporar la noción de analogía, tan rica, a la hermenéutica. Esta última es, por así decir, el instrumento conceptual de la posmodernidad. Pero han proliferado posturas sumamente equivocistas, es decir, relativistas, subjetivistas, escépticas y nihilistas. Tampoco se trata de volver al univocismo de los positivismos o cientificismos. Por eso era conveniente una postura analogista en hermenéutica, esto es, una hermenéutica analógica, que rescatara del caos del irracionalismo sin imponer un orden rígido racionalista. Y eso es lo que nos brinda la idea del pensamiento analógico, que, como se ve, tiene una gran tradición, desde la más remota antigüedad, y llega hasta ahora. En esta línea, mi Tratado de hermenéutica analógica, hacia un nuevo modelo de interpretación (27). Tengo un libro sobre la hermenéutica en la Edad Media, de 2003, y otro de más reciente En el camino de la hermenéutica analógica (28).
El futuro
P. Tratando de hacer una reflexión valorativa acerca de sus trabajos y de su trayectoria, ¿cómo ve ahora su caminar? ¿Qué ha alcanzado en él?
R. Me he cuestionado acerca de lo que he hecho y de lo que pienso que podría hacer en mi labor filosófica. ¿Qué he hecho hasta ahora como filósofo? Ningún descubrimiento aparatoso, tal vez alguno mediano, como el de presentar y defender tesis tomistas mediante instrumental nuevo. Y, sobre todo, más que propuestas novedosas, he hecho trabajos de síntesis, de comprensión, como cuadra a alguien que aprende algo y ha estado tratando de entender a un autor o clarificando un problema. Me he planteado, creo que valientemente, algunos problemas fundamentales, y he tratado de responderlos desde mi tradición tomista, pero tomando en cuenta las dificultades que le oponen otras corrientes nuevas, singularmente la filosofía analítica y la hermenéutica. He tratado inclusive de integrar coherentemente cosas de una y otra al tomismo. He hecho muchos trabajos históricos y expositivos; pero no he dejado la sistematicidad, sobre todo en los trabajos en que he abordado, según dije, problemas capitales. Por otra parte, siempre he tratado de defender la filosofía tomista, y quizá es allí donde he podido aportar algo, ya que en el límite en el que se liman exageraciones de los otros e insuficiencias propias es donde suele encontrarse algo nuevo, de una manera dialógica y hasta dialéctica. Ciertamente he contrastado el tomismo con algunas de las principales escuelas o modos de pensamiento actuales (existencialismo, estructuralismo, marxismo, analítica y postmodernidad). Pero, de manera para mí más importante, he buscado desde el tomismo responder a problemas actuales o perennes que vuelven a plantearse, haciendo caso de las dificultades que ponen los contemporáneos o aprovechando sus herramientas conceptuales. Tal vez en este cotejo y en este intento de revitalizar el tomismo (enfrentándolo con escuelas –aunque defendiéndolo siempre– y con problemas actuales) resida lo más «novedoso» de mi labor. Pero dentro del propio tomismo no he producido ninguna teoría nueva, sino que le he integrado teorías nuevas, de la filosofía contemporánea, en la medida en que puede incorporarlas de manera congruente y sin caer en el sincretismo.
He expuesto, defendido y a veces criticado teorías o tesis tomistas. En cuanto a lo criticable, o bien dejo lo que es obsoleto o erróneo, o bien simplemente trato de contextualizarlo en su momento histórico, para hacer ver por qué no tiene vigencia ahora. Y siempre trato de fomentar y potenciar lo rescatable, que es mucho. He trabajado sobre todo filosofía del lenguaje, lógica, metafísica, y un poco de antropología filosófica y de filosofía moral y social. En todos esos ámbitos he hecho trabajo de historiador. Pero también labor sistemática. Principalmente en el caso de la lógica y la metafísica, mi trabajo ha sido expositivo y tirando a la defensa del tomismo. Así pues, ha sido preponderantemente histórico, más que descubridor, pero no ha renunciado a ser sistemático. En algunos casos he dado valor ancilar a la historia de la filosofía, para aclarar un problema; en otros, la he cultivado como interés exclusivo. En todo caso, ha predominado el trabajo histórico, pero de una historia reflexiva, argumentativa, que trata de aprender lecciones y de valorar los argumentos para responder a los problemas. Y en ese sentido también es una postura aporética, claro que buscando además ser sistemática, con la mesura y el equilibrio que en ello tuvieron Aristóteles y Tomás de Aquino.
P. ¿Qué considera lo más sistemático de su producción?
R. Podría decir que lo que me parece más sistemático y propositivo es la hermenéutica analógica. Ahora tiene mucha presencia, en la llamada tardomodernidad o posmodernidad. Pero está tensionada hacia la equivocidad del relativismo. No se trata de recuperar el cientificismo univocista de la modernidad, por eso fue necesario acudir a la analogía que está entre las dos, pero no es algo simplista, sino que tiene toda una tradición en la historia del pensamiento, lo cual es su mejor garantía de que es algo serio y consistente. Ahora comienza a dar algunos frutos, y espero que siga sirviendo al pensamiento actual.
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Nos despedimos. En México ha caído la noche… Más allá del remanso de paz de la UNAM, el tráfico, la vida y el bullicio de Insurgentes y Universidad.
Napoleón Conde Gaxiola Escuela de Pedagogía Universidad Intercontinental México, D.F. napoleón_conde@yahoo.com.mx
Napoleón Conde Gaxiola*
*Doctor en Filosofía, profesor en la Escuela de Pedagogía de la Universidad Intercontinental, de México, D.F.
Notas:
1. Nació en Torreón, México, el 4 de marzo de 1950. Se ordenó sacerdote dominico el 3 de abril de 1976. Se doctoró en la Universidad iberoamericana, el 29 de febrero de 1980. Obtuvo el Premio UNAM en investigación en Humanidades en 2000. Magister in Sacra Teología por la Orden de Predicadores en 2006. 2. Joseph Maria Bochenski nació en Czuszów (Polonia), en 1902. Estudió en la Universidad de Poznan (antes Posen), en Polonia. Entró la Orden de Predicadores en 1927. Se doctoró en Filosofía la Universidad de Friburgo en Suiza, en 1931, con una tesis titulada Die Lehre vom Ding an sich bei Straszewski (1848-1921). Estudió teología en la Universidad Pontifícia de Santo Tomás de Roma, doctorándose en 1934. En Roma enseñó Lógica hasta 1949. Después de la Guerra Mundial, en 1945, se estableció en Suiza, enseñando Historia de la Filosofía del siglo XX, en la Universidad de Friburgo. Entre 1964 y 1966 fue designado rector de la Universidad. Publicó una importantísima Historia de la lógica formal, traducida al español en 1967. Falleció en Friburgo en 1995. 3. Leopoldo Zea nació en 1912 en la Ciudad de México. En 1943 obtuvo la maestría en la UNAM con una trabajo titulado El positivismo en México; el doctorado en 1944, con el tema Apogeo y decadencia del positivismo en México. En 1947 fundó en la Facultad de Filosofía de la UNAM el Seminario sobre Historia de las Ideas de América. De 1959 a 1961 dirigió la revista Historia de las Ideas en América. En 1965 publicó El pensamiento latinoamericano, y en 1983 Filosofía de lo americano. Falleció en la Ciudad de México en 1984. 4.Ontologie und logistische Analyse der Sprache. Eine Untersuchung zur zeitgenössischen Universaliendiskussion, Springer Verlag, Wien 1963. 5.Ontology and the logistic analysis of language. An enquiry into the contemporary views on universals, Reidel, Dordrecht 1967. 6. Rudolf Carnap nació en Wuppertal (Alemania) en 1891. Fue miembro del Círculo de Viena y uno de los representantes más característicos del positivismo lógico. En 1930 abandonó la Universidad de Viena y pasó a la Universidad de Praga. En 1936, huyendo de la presión nazi, pasó a los Estados Unidos, trabajando sobre todo en las Universidades de Chicago, Princeton y Los Angeles. Ya en América se caracterizó por ser uno de los representantes más conspicuos del empirismo lógico. Falleció en Santa Mónica (California), en 1970. 7. Alianza Editorial, Madrid 1974. 8. Ediciones de la Universidad Iberoamericana, México 1983. 9. Ediciones de la Universidad de Guadalajara, Guadalajara 1986. 10. Ediciones de la Universidad Veracruzana, Xalapa 1987. 11.UNAM, México 1979. 12.UNAM, México 1981. 13.UNAM, México 1987. 14. CEOP, México 1980. 15.UNAM, México 1981. 16. Publiqué Metafísica. La ontología aristotélico-tomista de Francisco de Araújo, UNAM, México 1987; Metafísica y persona en la filosofía de Santo Tomás, Publicaciones de la Universidad de Querétaro, Querétaro 1991; La esencia y la existencia en la Edad Media y su influjo en la filosofía analítica, UNAM, México 1992; y Metafísica, lógica y lenguaje en la filosofía medieval, Publicaciones y Promociones Universitarias, Barcelona 1994. 17.UNAM, México 1985. 18.UNAM, México 1987. 19.UNAM, México 1995. 20.UNAM, México 1990. 21. Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, 1987. 22. SEP, México 1986. 23.UNAM, México 1985. 24. Charles Sanders Peirce nació en Cambridge (Massachussets), en 1839, y allí falleció en 1914. Se graduó en la Química en la Universidad de Harvard, dedicándose a la geodesia y astronomía. De 1879 a 1884 fue profesor de Lógica, a tiempo parcial, en la Universidad Johns Hopkins. Publicó muy poco en vida. Su obra más conocida es Studies in Logia, que data de 1883. Dejó manuscritos cerca de cien mil folios. Se le considera fundador del pragmatismo. 25.México 1988. 26. 1993. 27. UNAM, México 1997, que ha tenido ya dos ediciones. 28. Editorial San Esteban, Salamanca 2005.